Economista, investigador en Gestión y Políticas Públicas
La pandemia demostró que la capacidad de un país para soportar las crisis, así como de resiliencia en la postcrisis, dependen de contar con una suficiente capacidad de su gestión pública. Podemos crecer en PBI, ser “líderes” en exportación de minerales, tener la mejor comida del mundo y los atractivos turísticos más impresionantes, pero si nuestro Estado carece de la capacidad de convertir todo ese “crecimiento” en mejoras de la calidad de vida de todos los peruanos, entonces más temprano que tarde, el motor del efímero crecimiento se agota, el PBI crece más lentamente hasta casi estancarse y las brechas de oportunidades se amplían irremediablemente. Se adereza así la receta perfecta para romper la confianza de la ciudadanía, no solo con sus autoridades sino especialmente en el “modelo de desarrollo” vigente.
En el año 2016, el mundo estaba en un contexto de relativa calma, tanto que el FMI recordó que el mejor momento para reparar el techo de una casa era cuando no llovía, es decir, una crisis se avecinaba en el mundo y los países debían prepararse para enfrentarla. Lamentablemente, ese periodo no fue de calma en el Perú sino más bien el inicio de un periodo de casi permanente inestabilidad que aún no se detiene.
Toda esa inestabilidad impidió que se advirtiera – oportunamente– la necesidad de introducir reformas fundamentales para que el país trascienda del simple crecimiento a enrumbarse en un camino al desarrollo: modernización de la gestión pública, profundización de la transparencia y una real rendición de cuentas, rediseño de la descentralización administrativa y fiscal, promoción y fortalecimiento de las mipymes, mejora de productividad y competitividad (y tributaria y laboral), reducción de la informalidad, entre otras muchas más sectoriales. Ante la ausencia de estas reformas, la institucionalidad fue fácilmente secuestrada por un sinnúmero de actividades de búsqueda de rentas, como la corrupción y la “formalización” de actividades incluso ilegales. El resultado: un Estado debilitado para defenderse de su secuestro y una ciudadanía que encontró en la informalidad una forma de sobrevivir al margen de dicho Estado y de sus instituciones. Esto último es malo pues se conforma un círculo vicioso de deterioro del Estado y de sus instituciones, erosión de la confianza y descontento generalizado con el “sistema” o “modelo” elegido; las pocas instituciones existentes no tienen nadie que las defienda. La informalidad aprendió a no necesitar del Estado y sus instituciones, por lo que ahora que hay que defenderlas, es algo tarde.
Sin embargo, debemos reconocer que, a pesar del poco auspicioso panorama descrito, al interior del Estado peruano existen diversas iniciativas, proyectos e ideas que están correctamente enfocadas en recuperar capacidades para lograr el desarrollo. Muchas de ellas alineadas al objetivo de ser un país OCDE.
Siendo que todos los ciudadanos debemos apoyar la defensa de las instituciones desde nuestra propia trinchera, convoco a todas aquellas personas y organizaciones realmente interesadas en la gestión pública, que no solo la han vivido sino que la han investigado y desean contribuir a pasar de la estupefacción y frustración a un llamado para la acción. Recuerden que para ver la luz al final del túnel, necesitaremos que algunas reformas de modernización de la gestión pública estén más que iniciadas, incluso maduras. Sin ellas, el futuro no será mejor.
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