Director periodístico
La Ley del Teletrabajo fue el desayuno amargo de ayer. Llegó a primera hora, vía Normas Legales, y su sinsabor está en su efecto contraproducente. Su carácter es tan restrictivo que resulta fácil augurar que su aplicación nos llevará a un retorno a la presencialidad y al fin de una pandemia que, además de 216 mil muertos –contados hasta hoy–, nos dejaba la posibilidad, a quienes trabajamos en el sector formal, de tener un mejor equilibrio vida-trabajo. Las exigencias de costos al empleador y el incremento de riesgos que le trae la norma solo le deja un camino: la orden de que la mayoría de trabajadores –o acaso todos– vuelva a las sedes de la empresa a tiempo completo.
El titular de Gestión hoy –elocuente por donde se lo mire– revela una gran amenaza derivada de la ley: la posibilidad de que las empresas sean multadas por hasta S/ 241 mil por no respetar la desconexión laboral. Pero hay más, como estaba anunciado –y como advierte el estudio Vinatea & Toyama en su primera aproximación a la norma–: el teletrabajo requerirá de un acuerdo entre el trabajador y la empresa; el primero tendrá que informarle dónde operará habitualmente y el segundo deberá pagarle una compensación por sus gastos de equipos, y de Internet y energía eléctrica si labora en su casa, donde –léalo bien– la empresa deberá “identificar los peligros y riesgos e implementar medidas correctivas”, dado que tendrá una responsabilidad sobre lo que ocurra ahí.
¿Trabaja en casa? Espere ya los comunicados de sus áreas de recursos humanos con los primeros lineamientos de lo que será el fin de los trabajos remoto e híbrido. El reglamento, que llegará en hasta 90 días, ya solo terminará de ahondar la tendencia, más si, en el detalle, los lineamientos endurecen aún más la norma o aumenta sus riesgos para la empresa.
Para variar, la ley afectará más a quienes ganan menos, dentro de un universo que no deja de ser privilegiado: el del sector formal, al que solo pertenece uno de cada cinco trabajadores. La inflación, como bien sabemos, tiene un impacto inversamente proporcional a los ingresos, pues son los que están en las escalas salariales más bajas los que concentran una mayor proporción de sus gastos en alimentos y transportes, encarecidos por las materias primas y los combustibles. A ellos, justamente, son los que obligaremos de nuevo a pagar, con suerte, un Metropolitano y un menú más caro, o sumarle de vuelta a su costo de vida diaria el transporte y el tiempo perdido allí, en detrimento de su tiempo personal y familiar.
Así son, pues, las leyes hechas basándose solo en las buenas intenciones (si las razones, de hecho, no fueron simplemente ideológicas, tan comunes en nuestros tiempos). El nulo esfuerzo de un análisis del impacto de las leyes que generamos continuará pasándonos factura: no a la empresa –como sueñan sus detractores–, sino al país.