Internacionalista
La 52 Asamblea General de la OEA se realiza en Lima gracias a un esfuerzo diplomático inconsecuente con la muy precaria legitimidad del Gobierno y su incapacidad ejecutiva.
Como el motivo que la convoca (aliviar los problemas de desigualdad y la discriminación) requiere de calidades elementales de gestión pública, parece irrazonable que la Asamblea opte por el tratamiento normativo e ideologizado de la materia mientras desatiende las carencias técnicas y las condiciones políticas que sustenten la gobernabilidad en nuestros países.
Este requerimiento, que era central a mediados del siglo XX, sigue siendo prioritario en el siglo XXI debido al deterioro de nuestras instituciones y a los excesos de los movimientos sociales que llegan al poder para ejercerlo pletóricos de patrimonialismo y de insolvencia administrativa. Ello retroalimenta una nueva realidad: la informalidad económica y socialmente dominante en la que la desigualdad reina como es esperable en los dominios de la anarquía.
Si las burocracias arraigadas y las tecnocracias capaces son necesarias para el buen gobierno democrático, quizás la OEA debiera añadir a su vocación de protección del orden constitucional de sus miembros la obligación de exigir, en cada uno de ellos, un stock de recursos de gestión al cual recurrir cuando su carencia en los actores políticos ponga en riesgo ese orden.
Es más, dada su importancia para el buen funcionamiento de la democracia, esa exigencia debiera ser institucionalizada y tener la misma importancia que se atribuye a la Carta Democrática para evitar escenarios de desgobierno que, como en el caso del Perú, impiden el desarrollo democrático, erosionan adicionalmente el tejido social y merman los fundamentos de la economía.
Esta exigencia agregaría eficacia a la OEA, disminuyendo, sin vulnerar la soberanía de sus miembros, riesgos sectoriales que, como el de la inseguridad alimentaria hoy en agenda, son considerados de manera ad hoc y bajo condiciones de emergencia.
En otra perspectiva, la OEA debiera priorizar mejor el tratamiento de asuntos vitales como el de la seguridad colectiva o cooperativa evitando su consideración redundante. Esta patología se expresa hoy en discusiones infinitas sobre, p.e., la definición de la “seguridad multidimensional”, cuyo enfoque holístico genera más disenso en momentos de fragmentación e inseguridad regional creciente.
Finalmente, en el marco de una guerra de repercusión sistémica que impulsa una fuerte desaceleración del crecimiento global de proyección recesiva, los países que han condenado la agresión rusa en Ucrania deben poder recurrir al foro hemisférico para consolidar, con los que se han abstenido en la ONU, un diagnóstico de impacto.
América Latina, que reduce su peso en el mercado global a cotas que rondan el 8% del total (BM), no puede agregar silencio a su marginalidad en un conflicto que nos afecta a todos mientras la opinión regional no es consultada por inexistente. Un rol regional si el hemisferio americano desea mantener su vínculo occidental.