¿Qué es una política industrial? En términos simples se puede describir como la puesta en marcha de medidas de amplio espectro dirigidas a apoyar una o varias actividades económicas o geográficas. Detrás de ello se plantean objetivos de defensa y/o de desarrollo, con impactos deseados sobre la producción y la generación de empleos. Algunos más ambiciosos subrayan entre sus metas alcanzar una mayor competitividad. ¿La razón? Es aquí donde este marco conceptual empieza a entrar en problemas, pues si bien suele presentarse como una estrategia en beneficio de la sociedad en su conjunto, en la práctica, lo único objetivo es que se premia a unos pocos.
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¿Y por qué el privilegio? El enfoque tradicional de política industrial –la que más le ha tocado sufrir al Perú– ha tenido un fuerte contenido de carácter intervencionista y proteccionista bajo la convicción de que el mercado se equivoca tanto en el proceso de asignación de los recursos cuanto en su dinámica de producir ganadores y perdedores. Estos “malos resultados” –ganar o perder– que produce el mercado terminan siendo considerados por los hacedores de política como una falla a corregir por el Estado.
El Estado, en esta circunstancia, se irroga el rol omnipotente de seleccionar qué actividades productivas y/o regiones salvar de las “injusticias” del mercado o, en otros casos, escoger al sector a apoyar para impulsar su desarrollo, porque confía en su potencial competitivo que “inexplicablemente” –según los políticos– el mercado no ha detectado. Cualquiera fueran esta razones, el origen para escoger al sector premiado deriva finalmente en el uso intensivo de las arcas fiscales a través de esquemas de subsidios tributarios y exoneraciones de carácter sectorial y/o geográfico sin que quede claro si habrá una recuperación de estos recursos vía incremento sostenible de la producción o si simplemente se habrá inyectado valiosos impuestos pagados por los ciudadanos a un barril que no tiene fondo.
¿Y tienen éxito estas políticas? Arnold Haberger, uno de los economistas fundadores de la Escuela de Chicago y padre del famoso “triángulo irrecuperable de eficiencia”, utilizaba metafóricamente el caso de “la levadura y los champiñones” para explicar los diferentes caminos que siguen las dinámicas del crecimiento económico. Así, una política económica concentrada en impulsar políticas procompetitividad, como las que alientan la mayor acumulación del capital humano, se parecen más a los efectos que genera el uso de la levadura al hacer crecer de manera homogénea la preparación del pan.
En cambio, las políticas industriales son como los champiñones, es decir, no sabes si van a aparecer, ni en qué momento ni dónde. Más recientemente le consultaban a Dani Rodrik en una conferencia en Turquía sobre sus preferencias respecto a dos opciones que tenía el país para impulsar una política industrial, a lo cual respondió con absoluta honestidad que si el país tenía claro que esas opciones eran valiosas, pues que pusieran plata a las dos iniciativas, porque no se sabe cuál de ellas tendrá finalmente éxito –si es que finalmente lo tienen–. Pero, eso sí, lo más importante era identificar rápidamente a la que falla para dejar de desperdiciar recursos. Y ello, sin duda, es lo más difícil políticamente hablando.
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Los defensores de lo que se denomina la “nueva política industrial” insisten en el uso de estas estrategias de sectores ganadores, pero haciendo uso de mayor evidencia respecto a la potencialidad competitiva con base en el nivel de complejidad, como lo recoge el Índice de Complejidad Económica, desarrollado por César Hidalgo y Ricardo Haussman, que busca sintetizar las características del conocimiento (complejidad) que se acumula en actividades y productos. Así, mientras más complejidad tiene el producto/sector, más potencialidad tiene para ser el escogido en una política industrial. La evidencia, por ejemplo, desarrollado por estos investigadores es sin duda un valioso aporte intelectual, pero transitar desde lo conceptual al mundo de la política requiere un nivel de avance institucional enorme del país del cual carecemos; es decir, contar con políticos responsables, funcionarios de carrera capacitados, instituciones prestigiosas e independientes capaces de tomar decisiones técnicas.
En resumen, las dolencias que sufren casi todos los países emergentes. Sabiéndose todas estas taras que permean la realidad peruana, ¿vale la pena insistir en políticas industriales, como la que aprobó el Congreso a finales del 2023 (Ley Nº 31969, que entró en vigencia este año) u otras que se puedan considerar superiores? Ir por esta vía en el Perú siempre será peligrosa.
Por el contrario, en lugar de estar escogiendo a quién salvar o cuál queremos que sea el sector ganador, el camino más seguro para el desarrollo y prosperidad de un país será siempre apostar por las políticas transversales en favor de las ganancias de productividad que impulsen el mayor capital humano, la eficiencia del mercado laboral, la innovación, las infraestructuras, el sistema de justicia, la defensa de los derechos de propiedad, el orden interno, entre otros. Como diría el premio nobel Gary Becker: “La mejor política industrial es ninguna”.
Exministro de Economía.
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