Gerente de SmartRegulation Perú y profe de la Universidad del Pacífico
Un denominador común que caracteriza a casi la mayoría de nuestras entidades de la administración pública es el uso recurrente de las multas como única herramienta para asegurar el cumplimiento de las normas. Se asume que castigando a los infractores se logra necesariamente el cumplimiento normativo, así como un fin de prevención (desaliento de futuras conductas infractoras). Sin embargo, esta visión no está exenta de críticas.
Son dos las fallas que usualmente se asocian a este enfoque puramente sancionador. La primera es que el uso de las multas requiere de normas precisas y detalladas que regulen las obligaciones cuyo cumplimiento se quiere exigir o las conductas que se busca reprimir. No obstante, siempre existe el riesgo de que tales normas sean elaboradas por el funcionario público con un texto complejo, legalista, rígido, sin una adecuada tipificación de infracciones y sanciones, y sin un buen análisis de impacto regulatorio ex ante.
Por ello, en caso exista un mal diseño regulatorio, el resultado será la existencia de normas difíciles de entender y de aplicar, y con un alto costo de cumplimiento, llevando a que los individuos “prefieran” optar por el incumplimiento, situación en la que la multa (impuesta) no induce, fomenta ni refuerza el cumplimiento regulatorio por los ciudadanos, y tampoco desalienta conductas infractoras.
A ello se suma una segunda falla muy común: la carencia de un desincentivo “creíble” del incumplimiento, ya que las entidades públicas no cuentan siempre con sólidas metodologías de cálculo económico de multas. La situación resultante, entonces, es una en la que las multas impuestas son percibidas como muy bajas o como “injustas”, originando un efecto contraproducente: promover conductas infractoras (si la multa es baja y, por tanto, no es realmente disuasiva) o “actitudes desafiantes” del lado de los ciudadanos, así como una cultura de “resistencia” o de “constante impugnación” (si la multa es considerada como exagerada).
Consecuentemente, tener un enfoque puramente punitivo parece no ser la única solución para incentivar el respeto y cumplimiento voluntario del ordenamiento jurídico por parte de los sujetos regulados. Esto, desde luego, no implica descartar la multa como herramienta de enforcement regulatorio. Por el contrario, este enfoque puede ser parte de un “mix de estrategias” juntamente con otros de tipo preventivo que buscan promover el cumplimiento regulatorio de una manera “inteligente” y por “gestión de riesgos”.
Así, utilizando por ejemplo el conocido enfoque de la “zanahoria y el garrote”, las entidades públicas podrían hacer cumplir las normas utilizando en primer lugar estrategias de información, educación, sensibilización, orientación y persuasión, pero reteniendo la posibilidad de ir escalando hacia la adopción de advertencias y luego sanciones drásticas cuando las anteriores medidas fallaron.
La gestión de riesgos también puede ser utilizado como elemento para determinar cuándo utilizar la persuasión y cuándo sancionar. Por ejemplo, si la entidad pública está en la capacidad de distinguir entre los sujetos regulados de alto impacto de riesgo y los de mediano y bajo impacto, entonces podrá utilizar diversas estrategias para mitigar el riesgo enfrentado. A mayor riesgo potencial de una determinada actividad empresarial, más estricto será el control que aplicar, mientras que, para actividades de bajo riesgo, se puede utilizar estrategias menos intrusivas, pero incluso con la posibilidad de ir escalando hacia medidas más intrusivas cuando las primeras no funcionan.
Hay que descartar, entonces, la idea de que el cumplimiento normativo se consigue siempre a través de la represión como primera medida. Las multas no pueden ser vistas como un fin en sí mismo, sino como medios que juntamente con otros deben ser utilizados de una manera inteligente para lograr el objetivo final: lograr que las normas sean efectivamente cumplidas.
Para ello, es necesario que las entidades públicas, en lugar de concentrarse en cómo seguir multando para mostrar una mejora en sus indicadores de gestión pública, se preocupen en adoptar e implementar un sólido “mix de estrategias”, que esté orientado a brindarle a los funcionarios públicas las herramientas necesarias para modificar el comportamiento no deseado de los sujetos regulados con miras a mejorar la gestión empresarial y los indicadores de calidad de servicio, en beneficio de los usuario s y la ciudadanía en general.
En esa línea, cabe recordar que la OCDE en su Estudio de 2014 sobre los principios aplicables al enforcement y las inspecciones (“Regulatory Enforcement and Inspections, OECD Best Practice Principles for Regulatory Policy”), indica que una buena estrategia de enforcement es aquella que provee correctos incentivos para los sujetos regulados y que fomenta el cumplimiento regulatorio a través de alternativas a la regulación tradicional, ayudando a reducir los esfuerzos de monitoreo que hacen los reguladores, los costos para las empresas y el sector público, y haciendo que el enforcement regulatorio sea más efectivo, eficiente y menos gravoso para los sujetos regulados.
Finalmente, no debe perderse de vista que la Ley N° 2744, Ley del Procedimiento Administrativo General, ya regula la fiscalización bajo un enfoque de cumplimiento normativo y de prevención y gestión del riesgo, facultando a las entidades públicas a realizar algunas fiscalizaciones para la identificación de riesgos y notificación de alertas a los administrados con la finalidad de que mejoren su gestión, así como emitir recomendaciones de mejoras o corrección de la actividad desarrollada por el administrado, o advertencias; por lo que es posible legalmente el uso de los esquemas alternativos antes señalados.