Que el Perú sea el país más demandado ante la CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones) no sorprende ante una política mezquina, mezcla de populismo, intereses creados y sesgo antiempresarial.
Lo que sí sorprende es la escena previa: la de un funcionario público que, pese a que entiende que el reclamo de la empresa es válido —y que esta incluso podría tener la razón—, no concilia y, todo lo contrario, lucha para evitar que un mal día la Contraloría lo acuse de “no haber defendido los intereses del Estado”, como señaló en nuestras páginas el viernes Natale Amprimo y como es consenso entre los expertos del mercado.
No importa, en la decisión del funcionario, la verdad del caso, el costo para todos los peruanos del litigio —que requiere de la contratación de un estudio internacional— o el impacto que el alto número de demandas tiene sobre nuestro clima de inversiones. Importa, como es natural, su pellejo.
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Y no lo juzgo: nadie quiere someterse a un juicio extremo e injusto, y manchar su legajo profesional para siempre por amor a la patria. Juzgo al sistema que crea el incentivo perverso para que sea así y que no hace el más mínimo esfuerzo por corregirlo.
En la misma línea está el temor a firmar, que, más que herencia de Odebrecht y Lava Jato, es producto de los excesos de investigación posteriores: grupos de funcionarios públicos que, con argumentos magros o falaces, fueron metidos por la Fiscalía en acusaciones de corrupción con el único objetivo de encarcelar expresidentes.
Que los corruptos caigan es justo y necesario —y aplausos tiene—, pero no a costa del desprestigio y la cancelación de servidores públicos probos y de experiencia, que hoy reciben trato de delincuentes. El fin no justifica los medios.
Pruebas claras y menos contorsiones le harían bien incluso a las propias investigaciones. Pero también al país, insisto, donde estos excesos dejan sin un arma de ejecución básica al funcionario público: su firma. Carlos Paredes, expresidente de PetroPerú, ha llamado “pánico” al temor a firmar, gatillado no solo por la Fiscalía, sino también por la Contraloría, que “parece no entender que los funcionarios públicos tienen que tomar decisiones bajo incertidumbre y con información incompleta y que, a veces, se equivocan”.
Y a error, sanción, hasta con denuncia penal. La posibilidad de ser acusado sin razón es alta y paraliza (nacen de ahí, de hecho, algunos arbitrajes).
Salpica también al privado. Cuando Roque Benavides defendió públicamente a Ricardo ‘Chicho’ Briceño en el Cade del 2018, quizás no logró el efecto comunicacional que buscaba —en el contexto de corrupción, se leyó como victimismo—, pero no le faltaba sentido de justicia: la acusación era un salto con garrocha.
Nos hemos acostumbrado a manchar honras y a entregar profesionales que sirven al país en ambas esferas a un linchamiento público, donde los más convenientes juzgadores —siempre con hambre de nuevas presas— acaban con sus reputaciones. Perdemos todos.
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