Escribe: Luis Alfonso Carrera, gerente central de Empresas y Corporaciones en el BCP.
Ningún peruano es ajeno a la informalidad. Si no es porque conocemos a gente en nuestro entorno que trabaja desde esta, lo es porque nosotros mismos nos topamos con servicios o comercios de naturaleza informal siempre. Y esa realidad, con el paso del tiempo, más que resaltarla como un problema que debemos solucionar, se ha normalizado, e incluso muchos la alientan, señalando que es una demostración del espíritu emprendedor o de la creatividad del peruano.
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Quizás por esa falta de convicción sobre el problema es que el crecimiento económico y la reducción de la pobreza, lograda por el Perú en los últimos 20 años, no ha supuesto una reducción en la informalidad. Hace una década, el 73.7% de la PEA trabajaba en la informalidad. En el 2023, la cifra cerró en 71.1%. Una diferencia poco significativa y una situación que habla tanto de las dimensiones del problema como de lo poco que nos hemos preocupado por remediarlo.
El principal problema con la informalidad es cómo limita la calidad de vida de los millones de peruanos que se desempeñan en ella y cómo pone a muchos en una situación vulnerable. En ella no existen beneficios laborales básicos (como seguro de salud, vacaciones o aportes a una AFP), en esta no se ponen en práctica medidas de seguridad adecuadas para los colaboradores y suele ser sumamente inestable y precaria, lo que hace difícil el acceso al crédito. Y a nivel del Estado, el impacto es grande, por la escasa recolección de impuestos que implica.
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Resolver esta situación empieza por reconocerla: La informalidad perjudica al trabajador informal, a la empresa informal y al Estado, y debemos reducirla. Asimismo, debemos reconocer que es un reto complejo y extendido, que no se resolverá de la noche a la mañana, pero que hay que enfrentar ya.
Para empezar, el fomento de la inversión privada formal es fundamental. Y esto incluye, no solo que nuestras autoridades mantengan la estabilidad necesaria para que los inversionistas se animen a apostar por el mercado peruano, sino también que estas se preocupen porque los costos de la regulación no sean una barrera. La simplificación de trámites y la reducción de costos asociados con constituir y mantener una empresa pueden ser clave para que las pequeñas y medianas empresas se animen a participar de la formalidad. Y en la búsqueda de estas soluciones el diálogo constante entre el sector público y privado es muy importante. El Estado, más que un regulador, tiene que ser un promotor de la empresa privada formal. Servirla, más que servirse de ella.
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La importancia de esto es simple: a mayor inversión formal, más puestos de trabajo formales, especialmente en sectores intensivos en mano de obra como el turismo, la construcción, la manufactura y la agroindustria. Asimismo, las empresas formales generan un efecto multiplicador, pues demandan que sus proveedores y distribuidores también lo sean.
Finalmente, tenemos que trazarnos objetivos. No podemos seguir con apenas 30% de la PEA operando desde la formalidad, debemos apuntar a que sea 40% en cinco años y 60% en diez.
Pero, así como se requiere de un esfuerzo en el terreno económico y regulatorio, es igual o más importante que se hagan otros en el campo político y en el de las ideas. El sector privado no puede mantenerse al margen de las discusiones relacionadas a su rol en el desarrollo del país. Es vital que todos nos involucremos en la defensa de la empresa privada formal y que, en ese proceso, contradigamos los discursos que buscan dañarla.
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