Congresista
En cualquier otro país, y en cualquier otro “momento”, los audios de la vergüenza –entre Zamir Villaverde y Pedro Pacheco– habrían causado un terremoto de grado 8 en el estamento político. Pero no en el Perú de hoy, no en el Perú del presidente Castillo y de las diversas encarnaciones del partido Perú Libre y allegados, no en el Perú de la oposición oportunista, no en el Perú de la Fiscalía ausente o motivada políticamente, no ahora que pareciera que a nivel de sociedad hemos “normalizado” la corrupción y la impunidad.
Lastimosamente, en el Perú de hoy, el de los vergonzosos audios, reina el más ensordecedor silencio.
Pero, a diferencia de la película del asesino serial Hannibal Lecter y la detective Clarice Starling, no se trata del “silencio de los inocentes”. Se trata, más bien, de un silencio cómplice, incapaz de levantar la voz y darle forma a la indignación acumulada de la ciudadanía ante la comprobación –por lo menos inicial– de que las sospechas de corrupción en las altas esferas del poder no son simplemente el fruto de la imaginación afiebrada de los “representantes de la derecha vacadora”.
Los audios revelados durante los últimos días por el periodista Phillip Butters –audios donde se habla sin ningún asomo de vergüenza acerca de cómo organizar los ministerios para nombrar ministros y demás personas claves para ponerle rueditas y levantarse el Estado peruano– parecieran graficar todo un “modus operandi” de una organización criminal –la banda del Choclito– que aparentemente llegó al poder de la mano del ‘prosor’ y su alter ego Vladimir Cerrón con el objetivo de robar.
Pero si bien los audios son impactantes, es claro que –desde el punto de vista estrictamente legal– estamos lejos aún de verificar que los “indicios de corrupción” contenidos en los audios hasta el momento revelados, constituyen prueba irrefutable de la misma, aunque las contradicciones que surgen de las declaraciones públicas y bajo interrogatorio de los principales “actores” de esta tragicomedia –incluyendo al exministro Juan Silva, al premier Aníbal Torres, a la lobista Karelim López e, incluso, al propio presidente Pedro Castillo– auguran suficientes tramas (“plots”, en el lenguaje cinematográfico) como para dos o tres secuelas y precuelas más.
El silencio cómplice de la casi totalidad del estamento político –acompañado de un cierto y sorprendente “autocontrol” de medios de comunicación que en cualquier otro momento u ocasión hubieran puesto el grito en el cielo–, me trae a la memoria la sentida frase de Martín Luther King: “No me preocupa tanto la gente mala, sino el espantoso silencio de la gente buena”. Pareciera –simplemente– que ya no hay gente buena, que hemos sido todos infectados por una mezcla de factores que se resumen en la más grande indiferencia.
El silencio cómplice, sin embargo, tiene consecuencias: desalienta a los pocos que se atreven a levantar la voz, nos lleva al inmovilismo y da libre albedrío a quienes se mueven en la oscuridad y la impunidad. Y lo que es peor, nos lleva al convencimiento de que “es inútil, porque hagas lo que hagas nada va a cambiar”.
Por estas razones esta columna pretende ser hoy un llamado a que recuperemos la fe en los buenos –somos más, aunque estemos en silencio. No nos hagamos cómplices y convirtamos la fuerza de nuestras convicciones en un grito decidido en contra de la corrupción y la impunidad. Transformemos nuestros lamentos e indignación en palabras liberadoras y, finalmente, salvadoras. Recordemos que, en presencia del mal, el silencio nos hace cómplice.