La alerta al riesgo es una predisposición natural de quienes lo confrontan, lo perciben o están dispuestos a no ignorarlo. Su dimensión pesimista aparece cuando la capacidad para superarlo no parece suficiente. Más aún si su incremento (p.e. el escalamiento de la tensión bélica en Ucrania) no fue adecuadamente prevenido.
Sobre la alerta a riesgos globales en 2022 informa el reciente reporte del World Economic Forum (WEF). En él la debilidad general para atenderlos se expresa en el predominio de percepciones más o menos pesimistas acerca de la situación global (61.2% se siente inquieto, 23% preocupado y sólo 16% se muestra positivo u optimista).
La crítica a este tipo de reportes se centra en la presentación de una gran variedad de riesgos globales cuya complejidad no se organiza, sin embargo, en función de su adecuado manejo mientras su mejor resumen es una generalidad (en este caso, la divergencia creciente entre países en proceso de reactivación económica y de modernización que impedirá la cooperación).
Y en relación a los riesgos locales esa crítica contrasta con la esquemática simplicidad con que éstos se presentan (p.e. en el caso del Perú se contemplan escenarios extremos -el colapso del Estado-) o generales (estancamiento económico prolongado, crisis del empleo, desigualdad digital, daño ambiental e ilícitas actividades económicas).
Ello no implica que los riesgos que conforman la complejidad global no estén, en su conjunto, adecuadamente identificados ni que éstos se ilegitimen por el hecho de que no concordemos con el orden que se presentan (en la próxima década, según el WEF, los primeros son los riesgos ambientales, los segundos sociales -pérdida de cohesión en países chicos y grandes- y de salud, los terceros están vinculados a crisis de recursos naturales, los cuartos ligados a deuda emergente y finalmente los referidos a “confrontaciones geoeconómicas”).
De la misma manera, la esquemática simplicidad con que se presentan los riesgos locales no supone que éstos sean falsos o ilusorios (p.e. en el caso peruano, el riesgo de colapso del Estado es hoy un escenario a considerar; la prolongación del estancamiento económico ha sido señalado por proyecciones de bajo crecimiento; la informalidad creciente y el desempleo son pasivos de nuestra supuesta recuperación; la desigualdad digital es un viejo problema de acceso tecnológico; y la proliferación de actividades ilícitas es una primerísima preocupación nacional).
En ambos casos, el global y el local, el problema reside en que la presentación de riesgos no parece orientada por la WEF a su adecuada confrontación. Es más, no sólo las prioridades sociales y ambientales de los mismos pueden no ser las correctas para tomar decisiones al respecto sino que en el listado se presentan riesgos sin el énfasis necesario. Ello puede distorsionar o enceguecer los procesos decisorios respectivos.
En este punto en particular la deformación economicista del WEF le ha impedido plantear lo obvio: las “confrontaciones geoeconómicas” son sólo un aspecto de las “confrontaciones geopolíticas”. Y éstas, sólo mencionadas al paso y relacionado con otros escenarios, son hoy de la mayor preocupación. Especialmente si conciernen al proceso de redistribución del poder en la estructura del sistema internacional.
Como es evidente, la peligrosísima beligerancia del conflicto ucraniano desestabiliza a todo el sistema internacional confrontando directamente a la primera potencia (EEUU) y a la principal alianza militar (la OTAN) con una gran potencia (Rusia) sin intereses complementarios hoy y en un escenario de la mayor trascendencia estratégica. Ese riesgo no ha sido adecuadamente advertido por el WEF.
En él, ni Estados Unidos ni la OTAN desean reconocer zonas de influencia que Rusia reclama, ni la alianza militar desea ceder en su política de “puertas abiertas”, ni a su presencia en territorios en que la alianza se ha expandido. Es más, los principios de integridad territorial y soberanía de los Estados que Occidente invoca para Ucrania son adecuadamente considerados por Rusia.
En sentido contrario, Rusia exige que la OTAN deje de expandirse hacia el Este, que se retire de territorios ex -soviéticos, que no despliegue armas en esos territorios, que dé garantías de seguridad al respecto y que reconozca el principio de autodeterminación (en el caso de Crimea -sustraído de Ucrania en 2014- y Donbás).
El desafío ruso es amparado por 100 mil tropas rusas en la frontera ucraniana que incrementan el riesgo de invasión. Y se presenta como parte de un proceso que Rusia ha transitado desde la consolidación de su territorio nacional (el dominio de Chechenia, p.e.), hasta la proyección real sobre los “vecinos más cercanos” (p.e. Georgia y Ucrania) y, ahora frente a las potencias de Occidente. Ese tránsito reclama el status de gran potencia y no sólo de potencia regional.
Los efectos de ese riesgo mayor en Latinoamérica son varios pero se han centran hoy en la mención rusa de un posible despliegue militar en Cuba y Venezuela.
Para manejar ese riesgo, un país como el Perú debe oponerse explícita y enérgicamente a esa posibilidad. Y en el ámbito global, donde el Perú es un país menor, éste debe apoyar el proceso diplomático ruso-norteamericano-atlántico. Y así debe plantearlo en la ONU convocándola, tomando posición con vecinos de similar pensamiento y en relación a nuestra periférica presencia occidental. El silencio y la neutralidad no caben en momentos de grave riesgo mundial.
El WEF no ha presentado adecuadamente este problema al minimizar la dimensión del conflicto ucraniano y vincularlo a otros problemas como el migratorio, la militarización del espacio, el estancamiento económico y la fragilidad del Estado. Ello evidencia una mala percepción del riesgo que complica la reacción de los Estados sin mayor información.