INSTITUCIONALIDAD. Ayer comentábamos que este nuevo Gobierno había nacido en una situación de extrema debilidad: sin partido, bancada, ni otros vicepresidentes y frente a un Congreso impopular y dominado principalmente por la oposición. Todo ello, dijimos, hacía muy difícil pensar que ese Gobierno fuese a ser capaz de llegar estable hasta el 2026, pese a que inicialmente Boluarte había dejado clara su intención de quedarse hasta culminar todo el período constitucional restante.
Apenas horas después de que cierre la edición de aquel texto, sin embargo, y luego de días de incertidumbre y de una serie de protestas que se concentraron sobre todo en el sur del país –una de ellas terminó con el trágico e innecesario fallecimiento de dos jóvenes en Andahuaylas–, el nuevo Ejecutivo finalmente cedió ante lo que parecía inevitable: Boluarte anunció a la medianoche del domingo que presentará una iniciativa de reforma constitucional para adelantar las elecciones generales a abril del 2024. Junto con ella, la presidenta agregó que presentaría también una propuesta de reforma política.
El anuncio de Boluarte inevitablemente empuja al país a acelerar el debate que se había venido postergando sobre cuáles deberían ser específicamente esas reformas legales o constitucionales. Y sobre cómo es que estas deberían aprobarse e implementarse.
En este contexto, durante lo que previsiblemente será un nuevo y turbulento periodo de transición hacia otro proceso electoral convocado antes de lo previsto, será crucial que tanto los políticos como la prensa y la ciudadanía comprendamos y tengamos más presente que nunca la importancia de que todo proceso de reforma se encauce siempre dentro del marco constitucional y democrático. Y es que, a veces, los comprensibles sentimientos de urgencia siempre presentes en los contextos de crisis nos pueden llevar a ser más abiertos a aceptar ‘excepciones’ a la vía democrática, de la cual los peruanos no nos hemos apartado desde al menos el 2001.
Piense si no, por ejemplo, en algunas de las llamativas narrativas que se han oído y leído en los últimos días para justificar el golpe de Estado que intentó dar Pedro Castillo (una sugiere que lo drogaron). O piense también en las voces que hoy exigen una disolución del Congreso sin causa constitucional alguna (lo que configuraría otro claro golpe de Estado), o en las que piden la convocatoria “a un referéndum” para convocar a una Asamblea Constituyente, sin que esa posibilidad exista actualmente en nuestra Constitución.
Incluso en Chile, en donde luego de las protestas masivas del 2019 se decidió optar por consultar a la ciudadanía si quería convocar a una Asamblea Constituyente, ello no se hizo hasta que no se modificó primero la Constitución entonces vigente, justamente para agregar un artículo que permitiera luego hacer esa consulta. Es decir, los chilenos siguieron un camino institucional, el cual finalmente derivó en que la mayoría del país rechazara el proyecto de Constitución que propuso su Asamblea.
Lo que algunos líderes políticos vienen pidiendo aquí, sin embargo, no es ni siquiera el camino chileno, sino que directamente pretenden que, sin que exista ningún respaldo en nuestro actual ordenamiento democrático para hacerlo, se convoque a un plebiscito con una pregunta abierta sobre si se quisiera llamar o no a una Asamblea Constituyente. ¿Qué pasaría en ese escenario al día siguiente de una eventual victoria del “sí”? No se sabe, pues detalles como quién estaría encargado de convocar a esas elecciones para elegir a la Asamblea, o cuáles serían las reglas para hacerlo, parecen estarse dejando para después.
Pretender que esta ruta directa a la incertidumbre sea una salida viable y definitiva a nuestra crisis política no solo sería iluso, sino desconectado de nuestra realidad. La precariedad de nuestros partidos y actores políticos, así como los problemas de nuestra legislación constitucional y electoral, siguen siendo casi los mismos desde que elegimos a los últimos tres Congresos, que gozaron de gran impopularidad y no se destacaron por su respeto a los límites constitucionales. ¿Qué nos hace pensar que elegir a una Constituyente lograría algo distinto? La diferencia sería que a ese organismo le estaríamos dando carta blanca para modificar las reglas más básicas de nuestra democracia, así que el costo de no elegir bien sería potencialmente mucho mayor.
El plazo meta anunciado por Boluarte para la convocatoria a nuevas elecciones generales –abril del 2024– parece prudente considerando que, para aprobar ese adelanto, es necesario primero aprobar una reforma constitucional (como en el 2000). Eso ya de por sí toma algunos meses fuera de los necesarios para el propio desarrollo de las elecciones. Además, esta vez habría elecciones primarias obligatorias (esto ya está en la ley), lo que exigiría algunos meses más de preparación. Y, por supuesto, no estaría de más aprovechar también este periodo para evaluar la aprobación de algunas reformas adicionales que se consideren urgentes, en particular al capítulo político de la Constitución. Pero siempre dentro del marco institucional, pues el único camino a una eventual salida definitiva de la crisis pasa necesariamente por cuidar la democracia.
La precariedad de nuestros partidos y actores políticos, así como los problemas de nuestra legislación electoral siguen siendo casi los mismos.