Hace unos días, el presidente del Poder Judicial, Javier Arévalo, llamó la atención al declarar que “hay países que están teniendo éxito en la lucha contra la criminalidad”, uno de los cuáles sería El Salvador, en donde hoy gobierna Nayib Bukele. “¿Por qué no podemos tomar algo de sus experiencias para ver cómo las adaptamos a la experiencia peruana?”, se preguntaba Arévalo.
Sin duda, la preocupación que tenía detrás no solo es válida, sino que es compartida por muchos peruanos. Es evidente que el lastre de la delincuencia y del crimen organizado –que en la política ecuatoriana y subnacional peruana ya ha escalado hasta cobrar vidas– deben ser combatidos sin titubeos. Y que, por ende, combatir la inseguridad debería ser una prioridad para nuestros líderes.
Dicho esto, evocar el ‘modelo Bukele’ encierra varios problemas. Por un lado, si bien en los números totales ciertamente este ha logrado reducir la delincuencia en lo inmediato (los efectos de largo plazo aún están por verse), dicho modelo descansa en la premisa de aceptar que al menos un grupo de ciudadanos justos deban pagar por los pecadores. Se acepta que, para lograr paz, algunos (¿cuántos?) inocentes sean encarceladas y que se ‘flexibilicen’ derechos humanos como el debido proceso o la prohibición de la tortura, para intimidar al resto.
En mayo, Cristosal –una organización de la sociedad civil salvadoreña– publicó un informe para el cual entrevistó a cientos de personas aprisionadas durante la ‘guerra contra las pandillas’ de Buleke, así como a familiares de exprisioneros fallecidos. Según el documento, no solo se habrían dado varios casos de encarcelamiento de inocentes y de demoras irrazonables en los procesos, sino que los prisioneros (incluso antes de determinar si son culpables o no) serían sometidos a torturas y tratos inhumanos, como ser obligados a comer del suelo con la boca, recibir descargas eléctricas o ser expuestos a hongos en la piel.
Más allá de este debate y de las consecuencias que pueda tener esta política en un país con otra realidad como El Salvador –que tiene una población cinco veces más pequeña que la nuestra–, ¿imagina usted una política así siendo aplicada en el Perú? ¿Estarían acaso preparados el Ministerio del Interior y la Policía Nacional para identificar y detener rápidamente solo a quienes sean delincuentes evitando atropellos a los Derechos Humanos? ¿Es nuestro Poder Judicial una garantía para evitar abusos y desproporciones?
¿Y será que realmente es solo falta de decisión o de ‘mano dura’ lo que falta para empezar a reducir la delincuencia? ¿O será que en realidad el problema es muy complejo y se requiere de inteligencia y planes serios más que de otra cosa? Por aquí nos inclinamos por lo segundo.