Investigadora de European University Institute
La semana pasada se publicó la edición más reciente del Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, el barómetro más popular en la materia, cuya muestra incluye 180 países ranqueados del 0 (extremadamente corrupto) a 100 (extremadamente limpio). Hasta el momento, ningún país ha logrado alcanzar el máximo puntaje y el promedio global se mantiene en 43 sobre 100 por más de una década. La gran mayoría de países están por debajo de 50, y 26 de ellos alcanzaron sus puntajes más bajos registrados desde que se lleva a cabo este índice. El 87% de los países de la muestra no registran progresos significativos en la lucha contra la corrupción desde 2012 de acuerdo con el comunicado oficial de dicha organización.
El Perú mantendría el mismo puntaje que en años anteriores. ¿A qué se debería esto? Al igual del reciente informe sobre la desigualdad global del 2022 realizado por el Laboratorio de Desigualdad Mundial liderado por Thomas Piketty que ubica al Perú en la cola de la región como uno de los países más desigual de la región, ha sido muy discutido en titulares e informes periodísticos durante estas semanas. Algunos medios señalaban estos hallazgos mientras que los expertos criticaban la metodología utilizada. Por un lado, señala que recogen datos de riqueza que actualmente no hay forma de obtener y sistematizar en el caso peruano. Pero por otro lado, pone énfasis en una problemática palpable que se visibiliza día a día en distintos ámbitos de nuestra sociedad. ¿Qué valor encontramos en mediciones y estudios que presentan ruido estadístico o información incompleta? Es vital entender cómo interpretar estos datos de la manera más útil para todas las audiencias. Criticar la metodología o los resultados no debe desmerecer el potencial impacto que tienen para lograr posicionar una problemática en la agenda. En estos dos casos concretos: corrupción y desigualdad.
Partiendo desde el origen mismo del problema, definir corrupción continúa siendo fuente de controversia. Ceñirse al concepto ampliamente aceptado de ‘mal uso o abuso de la función pública en favor de intereses privados’ parece ser el consenso generalizado. Sin embargo, incluso las Naciones Unidas o el Consejo Europeo o el instrumento anticorrupción más antiguo: la Convención Inter Americana contra la Corrupción contienen una lógica ambigua. No proporciona una definición de corrupción sino un listado de prácticas corruptas. ¿A qué responde esto? La corrupción varía entre países y apuntar a un concepto definitivo es virtualmente imposible puesto que responde a estándares legales de cada nación.
Lo que se mide anualmente en este tipo de índices es el nivel de corrupción percibida. ¿Por qué percibida y no real? Como es esperable, el nivel real de corrupción es una tarea difícilmente alcanzable. Sin embargo, no podemos dejar de señalar los problemas que surgen de usar de forma intercambiable el nivel de corrupción percibida por el nivel de corrupción incidental. Por ejemplo, los niveles de percepción pueden ser atribuidos a los efectos de ‘cámara de eco’, donde un país considerado corrupto se auto retroalimenta de una reputación potencialmente injustificada de sí misma (Escresa y Picci, 2014). Los entrevistados de países considerados como altamente corruptos refuerzas sus ideas previas acerca la situación de la corrupción en dichas naciones.
Construir una métrica de ‘datos duros’ de corrupción en perspectiva comparada es imposible. Dicho esto, los resultados anuales, como los de Perú y su estancamiento ya hace algunos años, debe entenderse en clave de los problemas asociados al ruido estadístico. Entendido como la variación inexplicable o al azar que se encuentra dentro de una muestra. ¿Es realmente el Perú igual de corrupto que el año pasado o los años pasados? Una lectura rápida pareciese decir que sí. Por ello, debemos resaltar la importancia de analizar este tipo de índices considerando las limitaciones y oportunidades que traen consigo. No es posible realizar comparaciones año a año porque podrían no capturar grandes avances o retrocesos (incluso estancamientos) de la lucha contra la corrupción, responder a graves escándalos (la percepción de corrupción), y no necesariamente a niveles reales de corrupción, o una campaña anticorrupción en particular. Para ilustrar este punto: podemos ver varias fotos juntas pero estas no constituyen una película.
Entonces ¿qué función social tienen estos estudios? Generar momentum para visibilizar un problema tan complejo como extendido en todo el mundo. Cabe señalar que año a año la organización procura refinar su metodología al mismo tiempo de explicitar sus limitaciones. Promueve la investigación académica y no académica sobre el tema, pero sobre todo, pone los reflectores del debate público a fin de que ayude galvanizar las iniciativas internacionales y nacionales contra la corrupción. Sin embargo, como muchos estudios académicos y de incidencia pública, deben ser comunicados a la audiencia de manera objetiva y responsable para evitar caer en fatalismos, conclusiones erradas, o generar más cinismo sobre la situación concreta de la lucha contra la corrupción. Desde la academia siempre nos enfocamos en ver los problemas de determinado fenómeno. Pero dejamos de lado los retos y oportunidades que trae la generación de evidencia de divulgación masiva para visibilizarlos, lograr crear espacios de discusión y cocreación, así como la necesidad de impulsar esfuerzos desde todas las orillas a fin de reducir la corrupción. Hablo de reducir porque eliminarla es virtualmente imposible. Y escribir sobre eso valdría una columna entera en sí misma.
Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor.