No. El título de esta columna no es un error. Desde el Congreso de la República y el Ejecutivo de la presidenta Dina Boluarte el mensaje que emiten es ese: ¡Olvídense del 2024 y del 2025! Sin ambages y sin rubor—los distintos actores de la coalición gobernante—nos instan a concentrar toda nuestra atención en el 2026, el año del diluvio electoral.
Nada es más importante para estos poderes del Estado que llegar a dicha meta—trazada de acuerdo con lo que requiere la protección de sus respectivos intereses. En el caso del Congreso—o, mejor dicho, de la inmensa mayoría de los congresistas—se trata de proteger sus privilegios y exprimir al máximo su cuota de poder, incluyendo la posibilidad de convertirse en senadores en una próxima elección a un Congreso bicameral y—en el camino—hacerse un poco menos pobre o un poco más rico, como mejor suene.
En el caso del Ejecutivo de la dupla Boluarte-Otárola el objetivo es todavía más básico: simplemente llegar al 2026, como sea, con tal de alargar el inevitable momento de rendir cuentas, en particular por el sangriento manejo de la protesta social de hace un año.
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Poco importa que semejante trayectoria—a nivel país—solo sirva para consolidar una nueva década perdida (2016 a 2026) en términos económicos, políticos y sociales. Un país cansado y profundamente desilusionado de un sistema democrático de alta conflictividad, alta corrupción y máxima ineficiencia burocrática, incapaz de proporcionarle a sus ciudadanos paz, seguridad y oportunidades de progreso material. Un país donde cientos de miles de sus ciudadanos responden a la conflictividad política, anomia social y falta de bienestar escapando sus fronteras. Más de 600 mil tan solo en los en los últimos 2 años.
Un país que dejó de crecer a un ritmo capaz de asegurarle un mínimo de progreso—de alrededor de 7% anual, como en el periodo 1993-2013, para pasar a contentarse con tasas de crecimiento económico más propias de países desarrollados y maduros—de 2% a 3% como las que pronostican el FMI, el Banco Mundial y otros analistas para el Perú durante los próximos 3 años—aunque en el caso nuestro, dichas tasas de crecimiento resultan más que insuficientes para generar los más de 300 mil empleos anuales necesarios para incorporar eficientemente a los jóvenes que ingresan a la fuerza laboral.
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Década perdida iniciada —increíblemente—el 2016, con la pataleta egoísta, infantil y destructora de la lideresa del fujimorismo, producto de su tercera derrota electoral, y que—de no suceder nada extraordinario—podría terminar en dos años más con una nueva derrota del fujimorismo, a pesar de sus esfuerzos denodados por asegurar—mediante una serie de leyes y reformas políticas a nivel congresal—que el 2026 todas las fichas estén “alineadas” para que finalmente la Sra. Keiko Fujimori se coloque la banda presidencial. Aunque, para su mala fortuna, desde ya los Antauro Humala y una verdadera plétora de imitadores del “libertario” Javier Milei y el “autocrático” Nayib Bukele están cada día más al acecho, alentados por las fuerzas del anti fujimorismo y la demostrada habilidad de la democracia a la peruana de nunca dejar de sorprender.
¿Será que esta “trayectoria” político económica es de necesidad inevitable? ¿Es ese nuestro destino? Yo creo que no. Ciertamente, habitamos el límite. La anomia—la degradación de nuestras normas sociales—nos domina; el miedo al cambio nos incita a aceptar la mediocridad como normal. El presente nos abruma y nos impide vislumbrar un mañana mejor y diferente. Pero el cambio es siempre posible, especialmente en tiempos de crisis. De hecho, ese es justamente el sentido más profundo de la palabra crisis: “un proceso de transformación en el que no se puede mantener el sistema antiguo”, como bien apuntara el profesor Steven Venette y como bien hicimos en reconocer frente al caos de la hiperinflación y de la locura terrorista de Sendero Luminoso.
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Lo importante es atrevernos y eso comienza por aceptar que no basta con que la sra. Boluarte no sea Pedro Castillo; que decrecer como este 2023 (-0,5%) o crecer a menos de 3% es inaceptable en vista de las condiciones internacionales favorables a nuestros rubros de exportaciones; que no podemos seguir aceptando como normal vivir en medio de balaceras y crímenes; que la corrupción no es simplemente un costo, sino un cáncer al que debemos combatir con todas nuestras fuerzas; que seguir pensando que no existen más candidatos que los malos de siempre o los malos por conocer no solo es deprimente sino que nos condiciona a seguir eligiendo mal, en contra de algo o de alguien y no a favor del Perú.
Dejemos de una vez atrás este aciago período de nuestra historia y comencemos a escribir una historia alterna de aquí al 2026 para que a partir de entonces los peruanos volvamos a sonreír con la esperanza de un futuro mejor.