Congresista
En el mundo, la política industrial se ha vuelto a poner de moda. Y en ese contexto, los Estados Unidos y el Reino Unido, los países baluartes del capitalismo mundial de los últimos 250 años, hacen gala de su creencia en las políticas sectoriales de manera superespecializada.
En efecto, los Estados Unidos –alertados de la naturaleza cada vez más competitiva de China– lanzó el año pasado el US CHIPS ACT, un programa de decenas de miles de millones de dólares para impulsar la producción norteamericana de manufactura de avanzada con un énfasis especial en la fabricación de semiconductores. El US CHIPS ACT nace como complemento del ARPA-E, otro programa de decenas de miles de millones de dólares para ayudar a acelerar el tránsito “del laboratorio al mercado” de nuevas tecnologías para el sector energético.
El Reino Unido, por su parte, a pesar de ser la cuna del Thatcherismo, nunca ha abandonado por completo el uso selectivo de políticas de promoción industrial. Prueba de ello, el éxito del acuerdo público-privado –vía la Universidad de Oxford– para desarrollar con la farmacéutica AstraZeneca la vacuna contra el covid-19 más barata, efectiva y de más rápido acceso justo cuando el mundo más lo necesitaba. Otro ejemplo: el programa de energía renovable ScotWind, el cual consiste de una serie de subsidios, “grants” y ventajas tributarias para el desarrollo offshore de la industria eólica en Escocia.
Y podríamos ir por toda una lista de países –Alemania, Italia, Corea del Sur, etc.– que sin mayor rubor impulsan selectivamente “ciertas industrias” (ver “Industrial Policy with Conditionalities: A Taxonomy and Sample Cases”, de Mariana Mazzucato y Dani Rodrik, IIPP; WP 2023/07). Pero, a diferencia de la que caracterizó las fases iniciales del proceso de despegue de los hoy países industrializados y los de reciente industrialización, la “nueva política industrial” de estos países tiene un claro elemento diferencial: la imposición de una cierta “condicionalidad”, esto es, una serie de condiciones –objetivos y metas, medibles y pasivos de monitoreo público– que las empresas deben cumplir para hacerse merecedoras de una cada vez más sofisticada lista de estímulos.
La vieja política industrial –nos los dicen los libros de historia económica– era ciega, prácticamente infinita y diseñada para otorgar ventajas supercompetitivas (tipo de cambio diferenciados, y regímenes arancelarios de protección) con el fin de impulsar el rápido desarrollo de sectores considerados estratégicos. En su máxima expresión, la vieja política industrial llegó incluso a ser ultraproteccionista –como en la fracasada versión latinoamericana de sustitución de importaciones de los años entre la 1° y 2° Guerra Mundial del siglo pasado y, en el caso del Perú, durante las desastrosas décadas de los setenta y los ochenta también del siglo pasado.
Con la globalización, en America Latina y en el Perú en particular, las políticas de promoción industrial fueron dejadas de lado y sustituidas por una visión de la economía que abjuraba por completo del papel promotor del Estado, y la sustituía con una fe total en que “el mercado proveerá”. Los países que adoptaron el nuevo credo a pie juntillas siguen estando lejos de alcanzar la categoría de “países industrializados”, mientras que aquellos que han sabido leer las lecciones de la historia económica internacional avanzan a paso firme hacia el desarrollo.
Hago estas reflexiones iniciales a propósito del proyecto de ley que busca poner en marcha una nueva Ley de Industrias, (PL 5892/2023-CR), proyecto que produce urticaria en la mayoría de mis colegas economistas por el simple hecho de que –en su opinión– “el Estado no debe escoger ganadores”. Lo más interesante es que hacen esta afirmación al mismo tiempo que celebran la importancia de la economía (producto de una ley de estímulos) y el éxito de la agroindustria de exportación (también fruto de una ley promotora ).
Mi posición es de apoyo a las políticas sectoriales como las contenidas en el Proyecto de Ley 5892. Salvo que me parece en principio incompleta e insuficiente. Para alcanzar la industrialización del país se requiere un marco verdaderamente impulsor no solo de las industrias tradicionales con ventajas competitivas sino el desarrollo de “nuevas industrias”, en particular las de la 4ta Revolución Industrial (automatización, robótica, inteligencia artificial, industrias bioquímicas, industrias creativas, etc.) para lo cual la inversión en Investigación y Desarrollo, la protección y generación de propiedad intelectual (patentes) y la generación de verdaderos ecosistemas de innovación son absolutamente necesarios.
El debate sobre la nueva ley será arduo, o por lo menos espero que así lo sea. A quienes se oponen al proyecto les recomiendo lean el artículo de Mazzucato y Rodrik referido líneas arriba. Pero, sobre todo, les recomiendo que lean el proyecto que aunque no es de mi autoría, aplaudo y defiendo, sin dejar por ello de hacer mis críticas, como –por ejemplo– que en vez de promover la industria textil, deberíamos aprovechar la oportunidad de desarrollar una verdadera industria de la moda.
El Perú merece un debate de ideas. La industrialización es una misión posible.