Congresista
A lo largo de las últimas semanas hemos escuchado al ministro de Economía, Pedro Francke, hacer múltiples referencias a la necesidad de ser solidarios, y de re orientar la política económica con el fin de beneficiar a los más pobres. Sin decirlo, el ministro sugiere, en su narrativa, que sus propuestas –en particular, sus propuestas en materia tributaria– son propobres.
Por lo demás, pareciera ratificar esta proposición con una batería de bonos y subsidios “para el pueblo”. No importa que los subsidios y los bonos estén mal focalizados. No importa que en la práctica bonos y subsidios –como el bono a los trabajadores formales con salarios de 2 mil soles o menos, o los subsidios al gas doméstico o el pago de la tarifa eléctrica– signifiquen un traslado de recursos de la clase media (ese pequeño sector con empleo formal que paga impuestos) a la clase que siendo pobre aspira a ser clase media, mientras que –al conjunto de peruanos que conforman el sector de pobreza extrema– apenas si le llegan bonos y subsidios.
Por otro lado, al tiempo que el ministro Pedro Francke pone en marcha sus supuestas “políticas propobre”, no pierde ocasión en señalar que “le pica el ojo y le hinca el hígado” los frutos del éxito económico de un sector reducido de la población (“los ricos”) y el nivel de las ganancias ordinarias de las empresas y las extraordinarias de las mineras. Estas afirmaciones por parte del ministro de Economía forman parte de una narrativa antiempresa apuntalada en los hechos por primeros ministros que ni siquiera ocultan su poco cariño por la empresa privada.
Declararse defensor de los pobres y a la vez denostar de la empresa privada forma parte de una vieja fórmula del populismo latinoamericano, fórmula que ignora –olímpicamente– los estudios que demuestran que el principal factor explicativo de la reducción de la pobreza (entre el 60 y el 70 por ciento), en el Perú y en el resto del mundo, es la generación de un crecimiento económico rápido y sostenido. Crecimiento que no se puede dar sin empresas productivas, rentables y exitosas. Ciertamente, el otro factor clave para una reducción sostenida y sustentable de la reducción de la pobreza es la reducción de la desigualdad. Pero uno no funciona sin el otro: ambas se necesitan, ambos se complementan y ambos se potencian.
Habría que ser ciegos para no ver que en el Perú tenemos un camino largo por recorrer en materia de reducción de la desigualdad, y que ello dependerá –entre otras cosas–de una reforma tributaria bien orientada. Esto es, una reforma que en el tiempo corrija el des balance que hoy existe entre impuestos directos e indirectos, ampliando la base de contribuyentes, perfeccionando impuestos directos, como el impuesto predial (previo desarrollo de un moderno catastro nacional), eliminando impuestos antitécnicos, y estimulando el pago de impuestos y la eficiencia en su recolección con incentivos positivos.
Pero solo alguien con dificultades para ver por llevar puesta una venda ideológica puede pretender ser a la vez propobre y antiempresa. En realidad –hechas las salvedades en materia de tributación y reducción de la desigualdad–, me atrevería a señalar que la mejor manera de ser propobre probablemente sea ser proempresa.