Catedrático de las Universidades del Pacífico, UPC y Ucsur. Director de la Maestría en Tributación de la UPC
En nuestro país los “caramelitos tributarios” suelen funcionar. El contribuyente reacciona al pago si siente que hay notorios beneficios en su bolsillo y un ahorro evidente. La verdad es que éticamente no debería ser esto así, porque uno debería cumplir religiosamente con sus obligaciones tributarias y no esperar alguna norma que le diluya los impuestos por pagar. Es como un niño que solo hace su tarea si se le recompensa con un juguete o ese caballo que trota si le damos al final un terroncito de azúcar.
La historia está llena de estos casos. Los contribuyentes que no pagan muchas veces lo hacen pensando y esperando en que habrá, por ejemplo, una amnistía en el futuro cercano, que genere una eliminación de intereses y sanciones, beneficios que usualmente suceden en los municipios, como regalos de campaña o de Navidad. O aguardan una prórroga de impuestos o una mano dadivosa que se apiade de la liquidez de ellos. Y, claro, la carga confiscatoria de los tributos coadyuva a esta actitud o se toma como un claro justificativo. Somos de los que esperan una exoneración, una inafectación, algún crédito o un salvador diferimiento en el pago.
Actualmente, dentro de este orden de ideas existe un proyecto de ley del Ejecutivo para fomentar la formalización en la contratación de trabajadores bajo planilla. La norma es fácil de entender: si contratas un trabajador nuevo en tu nómina, tendrás la posibilidad, como empresa, de descontar un 50% adicional de ese sueldo como gasto deducible del IR, con lo que pagarás un menor tributo de tercera categoría. Es una norma muy similar al descuento adicional -hoy vigente- en sueldos por contratar a discapacitados, o el descuento incrementado al utilizar los servicios de domiciliados o no domiciliados en emprendimientos tecnológicos. Es cierto que esto funciona mucho en el mundo (y especialmente en estas latitudes latinoamericanas), pero estos “caramelitos” el Estado debe manejarlos con sumo cuidado, pues el beneficio dulce para las empresas tiene directo correlato amargo en el detrimento de la recaudación.
Está de por medio cuidar también que no se haga mal uso de un beneficio a través de actos elusorios.
Y así como esta norma para favorecer la contratación versus un gasto adicional deducible existen otros beneficios en carpeta a través de diversos proyectos de ley, especialmente dedicados a las mypes, como la no aplicación de impuestos y multas por un plazo inicial de funcionamiento, la eliminación de intereses y sanciones en deudas acumuladas hasta en instancias del contencioso tributario, la aplicación de una depreciación acelerada, la creación de un nuevo Régimen Simplificado (RIPE), etc.
Los beneficios que creemos sí tienen un correlato con un mayor crecimiento empresarial y un premio objetivizado serían, por ejemplo, los créditos por reinversión (muy de moda en el IR de hace años atrás), o los que premian a las empresas porque, verbigracia, no contaminan el medio ambiente. El correlato de estos beneficios es una ventaja a la sociedad (al invertir, creces más y habrá más puestos de trabajo y ulteriores consumos), o si te portas bien y no contaminas ayudas a una sociedad más limpia y responsable. Hay aquí, entonces, un doble beneficio o un gana–gana duplicado: gana el contribuyente por su ahorro y el Estado por un beneficio colateral.
Esta realidad nos habla mucho de nuestra cultura de cumplimiento espontáneo. Y nos hace reafirmar que, en la escala de contribuyentes, somos del tipo “resignado”, es decir, aquel que va a pagar “porque, en fin, sino la Sunat nos cae y es peor”, y nos confirma que no actuamos movidos por un sentido altruista de responsabilidad tributaria de iniciativa espontánea. Nos mueve la ventaja y el inmediatismo del pago menor de impuestos.
El “caramelo” debería nacer desde dentro de la empresa misma, desde su conciencia ética, movida por un afán moral y con base en una cultura por cumplir a tiempo y de manera oportuna, para aportar así al desarrollo de la sociedad.