Cuando a principios de mes Luis Inacio Lula da Silva lanzó su candidatura a las elecciones de octubre próximo el ex-presidente adelantó algunos lineamientos de su agenda interna y de su política exterior. Su asociación con un candidato social-demócrata, y luego liberal ex -gobernador de Sao Paulo que postula a la vice-presidencia, debiera remover las aristas más anacrónicas del líder del PT. De acuerdo a su discurso de lanzamiento éste no parece ser aún el caso.
En efecto, de acuerdo al reporte de Reuters e Infobae, Lula ha enfatizado una versión sentimental de su inclinación populista al afirmar que ejercería el gobierno como “un acto de amor” y de fraternal unión contra la ultraderecha. Quizás el calor romántico le impidió referirse a preocupaciones más frías como las urgencias de la gobernabilidad en el país más grande de Suramérica.
Sobre esa pátina romántica Lula propuso la remembranza de una política exterior basada en la defensa de la soberanía, la “reconstrucción” de viejas instituciones latinoamericanas y de alguna extra-regional asociación con potencias emergentes de intereses divergentes.
Como es evidente, la soberanía, como uno de los fundamentos del Estado, es base de toda política exterior (aún en el caso de las agendas más globalistas). Pero Lula parece confundir su definición con la pretérita soberanía absoluta (que también distorsiona).
Así, con euforia nacionalista, el supuestamente veterano candidato brasileño no sólo pareció expresar su contrariedad con las limitaciones internas y externas que la soberanía relativa reconoce, sino que extendió su planteamiento soberano a una cantidad indeterminada de dominios y de actividades estatales que normalmente corresponden al sector privado más o menos regulado.
En efecto, la desmesura en este acápite empezó advirtiendo que él no se refería a pequeños asuntos, como los limítrofes, sino a temas más vastos. Lula entiende como soberanía la recuperación y defensa inmatizada de las empresas estratégicas y también la defensa de la riqueza mineral, de los bosques, ríos y mares y de la biodiversidad como si Brasil fuera un coto trasnacional que hasta Bolsonaro ha impedido.
En esta materia, el candidato ni siquiera reparó en el lugar común que destaca la defensa del medio ambiente como preocupación global de la que el Estado es un principal responsable (como, por ejemplo, en el caso amazónico). Si el Estado ejerce su función soberana en la eliminación de amenazas contras bosques, ríos y mares lo hace también cumpliendo obligaciones que han merecido compromiso multilateral.
Por lo demás, Brasil es un principalísimo receptor latinoamericano de inversión extranjera (US$ 65 mil millones en 2019 según la UNCTAD) parte de la cual se orienta a las áreas de energía, hidrocarburos y minería (sectores en los que las empresas públicas y las entidades reguladoras brasileñas ejercen bastante más poder que algunos vecinos). Por lo demás, estos sectores no son los únicos que se benefician con esa inversión: el comercio, las finanzas, los sectores químico, automotor, de telecomunicaciones y de servicios tecnológicos componen también el cuadro de principales áreas receptoras (Santander).
A ese listado de cotos soberano, Lula desea agregar la del “crédito barato” mediante el uso intensivo de la banca pública. Denegar al Estado la posibilidad contar con una banca pública que facilite las transacciones con el Estado o que éste promueva financiamiento social o el que fuera necesario en situaciones de emergencia, es una insensatez. Pero colocar a la banca pública sin precisar limitaciones para competir con las actividades de la banca privada lleva a la erosión del sistema financiero aunque éste esté bien regulado.
Especialmente si el historial de la banca pública de desarrollo en el Brasil está plagado de corrupción de dimensión trasnacional en nombre de la soberanía. Que Lula olvide el rol de Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES) brasileño en el otorgamiento de préstamos ilegales a las grandes constructoras brasileñas como Odebrecht, Camargo Correa, Andrade Gutiérrez, Queiroz Galvao y OAS, que agrandaron el pantano de corrupción en media docena de países latinoamericanos, es intolerable.
Especialmente para el Perú donde el caso Lavajato terminó ahogando en putridez a varios presidentes, gobiernos regionales y empresas privadas ya bastante turbios. Ello ocurrió cuando los gobiernos del PT de Lula y de Dilma Rousseff se esmeraban en incrementar su proyección regional sin que el Perú haya siquiera pedido explicaciones a estos personajes por haber violentado la soberanía de los vecinos de la manera más despreciable.
Y si Lula tiene muy limitada legitimidad para promover la soberanía de la banca pública de desarrollo en su país (distinta a la que se concentra en la prestación social), menos la tiene la tiene para expandir su proyección internacional (considerada, por él, también soberana) tratando de reconstruir organizaciones como el Unasur que él y la dictadura venezolana organizaron.
La cobertura que el Unasur prestó a gobiernos autoritarios y corruptos (empezando por los del ALBA) es un factor de evidencia palpable y, por tanto, de manifiesta ilegitimidad. Una cosa es la necesaria cooperación y coordinación de políticas en la región y otra la del ejercicio del poder por gobiernos de espíritu sectario (hoy vinculados al Grupo de Sao paulo) que practicaron una suerte de actividad trasnacional de financiamiento político en terceros Estados.
Si un eventual gobierno de Lula desea fortalecer el Mercosur (emprendimiento en que fracasó con anterioridad) es asunto de los países miembros de esa entidad de integración subregional. Pero una nueva institucionalidad regional o la recuperación de una antigua de podridas raíces no puede ser aceptada por los gobiernos vecinos que tienen registro de su política exterior. Menos como perteneciente al ámbito que el señor Lula entiende como de fortalecimiento soberano del Brasil sin tener en cuenta a los demás. Para refundar el viejo orden regional se requiere de un poder y de una legitimidad que hoy el señor Lula no posee.
Finalmente, es claro que Brasil es una potencia emergente que puede, aprovechando la coyuntura bélica externa, imaginar que la institucionalidad de los BRICS puede también renovarse en un contexto de intereses divergentes. Pero en el proceso no puede aspirar a arrastrar al resto de la región a ese alineamiento.