Alejandro Deustua, internacionalista
El 2023 ha llegado con una gran carga de amenazas e incertidumbres. La “depresión geopolítica” de Roubini, las crisis de ciberseguridad, de la nueva revolución tecnológica, de la “desglobalización” en un ambiente plagado de guerras comerciales, problemas de deuda externa, incremento del riesgo financiero, migración y empobrecimiento de buena parte de la humanidad constituyen una lista corta del potencial de inestabilidad global.
Y en un escenario eventualmente recesivo, de desaceleración económica sincronizada progresando de niveles bajos en 2022 (2.5%) (UNCTAD) (3.1% según la CEPAL) a muy bajos en 2023 (2.2%) (2.6%, CEPAL), con los países en desarrollo decreciendo a menos de 3% (UNCTAD, 90 de ellos en serios aprietos de deuda externa en el marco de un ajuste generalizado, mayor riesgo financiero y endurecimiento del crédito debido a la inflación general); con el comercio global creciendo apenas 1% en 2023 (OMC), precios de materias primas a la baja (UNCTAD), caída de términos del intercambio, mercados bursátiles castigados (las acciones de los mercados de economías avanzadas y emergentes se han depreciado 17% y 21%, respectivamente), sobresale la persistencia de las dos causas recientes de este oscuro horizonte: la guerra rusa en Ucrania y el repunte del COVID en China.
En el 10º mes de iniciada la invasión rusa de Ucrania el presidente Zelensky ha sido recibido por el pleno del Congreso norteamericano como no había ocurrido con el mandatario de un país en guerra desde Churchill. El discurso de Zelensky marcado por la asociación entre la guerra defensiva que libran los ucranianos y las diversas batallas que, desde la guerra de Independencia hasta la 2ª Guerra Mundial, libraron fuerzas norteamericanas, subrayó el compromiso ucraniano con la liberación de su país en el campo de batalla y la necesidad de la asistencia norteamericana.
Sobre lo último el presidente Biden anunció que Estados Unidos proveerá a Ucrania con asistencia militar adicional por US$ 1850 millones (US$ 1.85 billones) incluyendo la remisión de un sistema defensivo de misiles Patriot de gran costo. Ese total se suma a los cerca de US$ 50 mil millones ya proporcionados por la primera potencia según el Instituto Kiel de Economía Mundial (US$ 48 mil millones divididos en US$ 22.9 mil millones en asistencia militar total compuesta de asistencia de seguridad, armamentos y equipos, y préstamos militares), US$ 15.1 mil millones en asistencia financiera y US$ 9.9 mil millones en asistencia humanitaria). La suma, que es la mayor entre los aliados, es inferior por escaso margen al total de la asistencia externa proyectada en el presupuesto de Estados Unidos para el año fiscal 2021-2022: US$ 58.5 mil millones (US State Department).
Frente a los crecientes ataques misileros rusos a ciudades e infraestructura civil ucranianas especialmente brutales en invierno (implicando al 40% de esta última y a las plantas nucleares), esa ayuda puede estar justificada. Pero también sigue el ritmo del gradual escalamiento de la guerra expresado en entrenamiento externo de un mayor número de tropas ucranianas, mejoramiento de los sistemas de comando y control, incremento de capacidades ucranianas para golpear dentro de territorio ruso con armas y métodos no tradicionales que corresponden a un equivalente despliegue de la agresión rusa que incluye ejercicios militares y confirmación de asociaciones con terceros y referencias al uso de armas nucleares (ahora canceladas).
El escalamiento fue referido en el discurso del Sr. Zelensky. Ello ocurrió reiterando que si bien Ucrania combate por su sobrevivencia, lo hace también en el nombre de Europa en tanto Ucrania se identifica como el frente principal para atajar las ambiciones rusas sobre el continente.
Si de eso se trata, sería cuestión de tiempo un enfrentamiento directo entre la OTAN y Rusia innovando terriblemente la naturaleza de la guerra y su implicancia global. Como potencial freno a esa indeseada posibilidad el presidente Zelensky recordó un plan de paz presentado por él en noviembre pasado.
Este anuncio abre una expectativa de término de la guerra que se adelante al inefable largo plazo en que los antagonistas la han proyectado. El plan incluye segmentos sectoriales (temas nucleares, de seguridad alimentaria y energética, de prevención del escalamiento, liberación de prisioneros, protección del ambiente) en los que puede avanzarse progresivamente y temas de fin de guerra (implementación de la Carta de la ONU, retiro de las tropas rusas y cesación de hostilidades, justicia, confirmación del fin de la guerra).
En este punto las negociaciones plantean tantas posiciones maximalistas (Ucrania) y las que consideran los “intereses de las partes” implicando quizás la consolidación de ciertas ganancias territoriales (Rusia). El presidente Putin ha reiterado en un par de oportunidades, después de la presentación en Washington del presidente Zelensky, su disposición a negociar, aunque lo ha hecho mientras sus tropas siguen atacando y sabiendo que quizás ningún plan de paz asegura su sobrevivencia política.
Por lo demás, las conversaciones ruso-ucranianas, que han venido ocurriendo desde marzo, han involucrado diferentes ámbitos de agenda. Si ahora existe una propuesta concreta -que debiera corresponder a otra de la contraparte- y ésta no es una declaratoria de triunfo, estamos frente a un escenario de solución potencial que no debe desperdiciarse. Apostar por su fracaso implica una escalada posterior aún más peligrosa.
Al margen de un mediador necesario (algunos sostienen que Israel juega ese rol y otros sugieren que lo hace Turquía, ambas potencias medianas) no sabemos cuándo ni cómo podría lograrse un resultado al respecto. Y si en el 2023 pudiera abrirse una agenda compartida, quizás ésta no implicará un cese al fuego previo. Probablemente las negociaciones se lleven a cabo en el ámbito de la guerra. Sobre el particular las partes deberán tener el mayor cuidado para que éstas no se tornen imposibles o sean percibidas como una estrategia de manipulación adicional.
En todo caso, ingresamos a un escenario de gran incertidumbre alumbrado por nuevas expectativas que pueden ser, en sí, un factor de riesgo adicional. Mientras tanto, el impacto de la guerra en el sistema internacional y en la economía global seguirá siendo perturbadora.
Tanto como la primera causa visible de la inseguridad global este año, la segunda –la pandemia del COVID, sus evoluciones y otras de origen sanitario– siguen generando distorsiones globales de múltiples efectos.
Al respecto, la población mundial ha encontrado un cierto respiro. Pero, luego de las protestas ciudadanas chinas de noviembre pasado contra los confinamientos prolongados y sistemáticos dispuestos por el gobierno de Xi Jinping, éste ha cancelado su política de COVID 0 sin contar, en apariencia, con un plan alternativo.
El control total del poder -consolidado en octubre por su pleno dominio del Partido Comunista- se vio, en apariencia, afectado y el gobierno optó por el mal menor deshaciéndose del motivo de la protesta al punto en que hoy ya no se exige a los extranjeros cuarentenas obligatorias cuando llegan al país.
Careciendo de plena inmunización (y, en ese marco, insistiendo en la prohibición de importación de vacunas más efectivas), los ciudadanos chinos han quedado expuestos a contagios masivos que la estadística oficial no reporta. Esta grave situación ha llevado a la OMS a reclamar transparencia en la información que provee el gobierno chino teniendo en cuenta las posibilidades de contagio en el extranjero. Al respecto debe recordarse que cuando el COVID empezó en Wuhan en diciembre de 2019 la incidencia del virus no fue oportunamente reportada por el gobierno de ese país con las consecuencias conocidas. En consecuencia, la alerta mundial a una nueva pandemia propagada por alguna mutación del COVID ya se ha activado.
A la luz de la experiencia y de los instrumentos para combatirla (especialmente las vacunas) su impacto sería menor. Pero los afectados siguen siendo extremadamente sensibles a la reiteración de esa amenaza global.