En el resplandor del alba, el mar Caribe brilla con un rosa fuerte en las piscinas que se forman a lo largo de la costa este de la isla Margarita, en Venezuela. Para los forasteros, el agua parece surrealista, de otro mundo. Para los empobrecidos lugareños, significa que pueden ganar dinero.
Las piscinas cubren salinas que se formaron hace siglos y, cuanto más rosada es el agua, mayor es la densidad de la sal que cubre el fondo del mar.
Así que llegan temprano, empujando carretillas improvisadas y arrastrando rastrillos y palas, y comienzan a realizar un oficio extenuante con un método tan poco tecnológico que les habría resultado familiar a sus antepasados.
Se meten descalzos a las piscinas, tocan cuidadosamente con los dedos de los pies los irregulares bordes de las formaciones de cristales de sal, desentierran los gránulos con rastrillos, los ponen en las carretillas y los empujan hasta la orilla, donde los apilan en pulcros montículos rosados que salpican la orilla hasta donde alcanza la vista. Secan la sal al sol durante una semana más o menos hasta que se vuelve blanca y luego la venden a pescadores, queseros y mayoristas.
El precio actual: alrededor de US$ 0.02 por cerca de 500 gramos.
Todo esto es nuevo para los margariteños. Desde que cualquiera de ellos puede recordar, las piscinas solían servir como entretenimiento para los niños que vivían en el cercano barrio Pescadores. Los niños que llegan ahora, lo hacen para ayudar a sus padres o abuelos a extraer sal.
Se puede ver a niños de cinco años y adultos mayores de 75 años. Pero la mayoría de ellos tiene entre 50 y 60 años; personas que, como millones de venezolanos, cayeron en una profunda pobreza debido al colapso económico de la última década y se quedaron fuera del incipiente repunte que ha beneficiado a los bolsillos más ricos del país. Gente como José Gutiérrez.
Gutiérrez, que solía ser administrador de una tienda de abarrotes, comenzó a llegar a las salinas hace varios años para complementar sus ingresos. Él era uno de unos pocos que extraían sal en ese entonces. En un día típico ahora, hay cientos de ellos.
Cuando comenzaron los confinamientos por la pandemia en el 2020 y la tienda de comestibles cerró sus puertas definitivamente, la extracción de sal se convirtió en el trabajo de tiempo completo de Gutiérrez. Él cobra una pensión mensual en bolívares, pero la hiperinflación ha destruido su valor.
Al convertirla a dólares, la moneda de facto en la isla y en gran parte de Venezuela en la actualidad, la pensión equivale a solo US$ 15. En un buen mes en las salinas, Gutiérrez puede conseguir US$ 500. Eso es más de lo que ganaba en el supermercado.
Pero no hay nada fácil en el trabajo. Los trabajadores tienen callos en manos y pies, dolor de hombros y rodillas, y la deshidratación estresa el cuerpo cuando el sol pega fuerte y las temperaturas aumentan.
Para combatir el calor, Gutiérrez es de los primeros en llegar en medio de la oscuridad de la madrugada. Este día, entró al agua a las 4 a.m., un poco tarde para él, y salió seis horas después. Regresaría a última hora de la tarde para extraer sal durante un par de horas más hasta la puesta del sol.
Gutiérrez dice que nadie prestaba atención a estas aguas antes. Asegura que esto es lo que hace la verdadera necesidad. Quienes no recogen sal en el lugar, pasan hambre, agrega.