El 7 de agosto, un hombre brilló por su ausencia en la investidura del primer presidente izquierdista de Colombia, Gustavo Petro. El saliente mandatario, Iván Duque, prohibió la presencia de Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela. Pero ese veto no atenuó su entusiasmo por el cambio político en su vecino, que es el más firme aliado de Estados Unidos en América Latina. Como muchos tiranos, Maduro elogia la democracia cuando funciona como a él le agrada.
Petro, exguerrillero convertido en senador, ha prometido descongelar las relaciones con Venezuela. Para empezar, restaurará las relaciones diplomáticas, rotas desde el 2019. Pero el júbilo de Maduro está basado en más que el viraje a la izquierda en Colombia, pues parece pensar que la elección de izquierdistas como Gabriel Boric en Chile y Pedro Castillo en Perú mermarán la campaña de aislamiento contra su régimen.
En tanto, Estados Unidos aparece demasiado preocupado por la escasez de petróleo como para seguir presionando. Esto ayudará a hacer de Maduro menos paria en la región. Hasta gobiernos de derecha aceptan en silencio que está para quedarse. Es irónico que el astuto Maduro pueda beneficiarse del ascenso de líderes de izquierda, ya que ha sido un obstáculo para ellos. Tras impulsar movimientos socialistas en América Latina durante su época de apogeo, Venezuela se ha convertido en un dolor de cabeza político para izquierdistas que buscan ser electos.
Con frecuencia, esos candidatos terminan atrapados entre aliados centristas, cuyo respaldo necesitan para gobernar, y las alas radicales de sus bases que aún idolatran a Maduro. Ese sería el motivo por el que Petro, que admite que el régimen es “dictatorial”, no hizo ninguna mención a Venezuela en su discurso inaugural y es probable que proceda con mucha cautela.
Las relaciones colombo-venezolanas han estado rotas desde el 2019, cuando Duque y gran parte de Occidente reconocieron a Juan Guaidó, el presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, como el legítimo líder del país y exigieron a Maduro dar un paso al costado. Duque, un tecnócrata amistoso con Estados Unidos, se convirtió en destacado defensor de la prolongada pero estéril apuesta por el poder de Guaidó.
No obstante, abunda espacio para la cooperación. Un paso obvio sería reabrir los 2,200 km de frontera. Desde el 2015, la mayoría de vehículos no puede cruzarla; casi todo el tránsito y el comercio se hacen a pie, lo que ha sido calamitoso para la subsistencia de la que era una de las fronteras más ajetreadas de Sudamérica.
El intercambio, que el 2008 sumó US$ 7,000 millones, se encogió a apenas US$ 142 millones en los primeros cuatro meses de este año. Un fabricante de jeans en la ciudad fronteriza venezolana de Ureña, señala que la producción es 10% de lo que era el 2015 y que el 80% de las empresas de confecciones ha cerrado.
Menos entusiasmados con la distensión están muchos de los 1.7 millones de venezolanos viviendo como refugiados en Colombia. El 20% de la población venezolana (unos 6 millones) ha huido desde que la crisis económica se agudizó, el 2014. Algunos temen que los instintos intervencionistas de Petro pongan a su nuevo hogar en un conocido para ellos camino a la ruina. Entre otros preocupados figuran miembros de la oposición venezolana, que han hecho de Bogotá su centro de operaciones desde el 2019. Algunos podrían optar por abandonar el país.
Eventos geopolíticos más importantes perturban a los enemigos de Maduro: la guerra en Ucrania y la consiguiente búsqueda de alternativas al petróleo ruso. El presidente Joe Biden ha tenido que revaluar los lazos con Venezuela, que posee las mayores reservas petroleras del mundo pero cuya empresa estatal, PDVSA, la pasa muy mal por las sanciones impuestas al régimen de Maduro. Biden ha enviado negociadores dos veces este año y se insiste en que se busca iniciar tratativas con la oposición y liberar prisioneros estadounidenses.
Estados Unidos parece dispuesto a permitir que el petróleo venezolano fluya. En junio, dos petroleras europeas obtuvieron su permiso para comprarle a PDVSA —las primeras aprobaciones en dos años—. Chevron, que opera en Venezuela, estaría trabajando un acuerdo para embarcar petróleo de su joint venture con PDVSA a Estados Unidos, luego de que esta reduzca su participación en la asociación a menos de 50%.
Para el Gobierno de Biden, esos esquemas pueden “reducir el costo político” de hacer negocios con un déspota para reducir los precios del petróleo, señala Francisco Rodríguez, economista venezolano y activista contrario a las sanciones. No es probable que Biden acepte formalmente a Maduro como el legítimo líder de Venezuela, mucho menos que choque puños como hizo con el príncipe heredero de Arabia Saudita.
Pero la búsqueda de petróleo barato no es la única razón para que Estados Unidos flexibilice su postura frente al Gobierno venezolano, pues tampoco querrá tensar las relaciones con el creciente número de gobiernos de izquierda en la región, demandándoles que marginen a Maduro.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022