Un soldado ileso del impacto de metralla de cohete contra su camioneta o una anciana a la que una pared salvó de la explosión en su casa mientras dormía. Son dos ejemplos gráficos de que, en el este de Ucrania, la supervivencia suele ser cuestión de suerte.
La zona oriental del Donbás se ha convertido en el epicentro de los combates en el país desde que las tropas rusas se retiraran de la región de Kiev a finales de marzo, después de fracasar en su intento de tomar la capital ucraniana.
En la cuenca del Donbás, el enfrentamiento empezó de hecho en 2014, cuando los separatistas prorrusos apoyados militar y económicamente por el Kremlin se apoderaron de parte de las dos regiones que la componen, Donetsk y Lugansk, incluyendo sus capitales.
Desde el inicio de la invasión rusa el 24 de febrero, las tropas de Moscú y sus apoyos separatistas han ganado terreno, pero la resistencia de los soldados ucranianos, curtidos por ocho años de conflicto y batallas en el Donbás, es tenaz.
Ambos lados se encuentran atrincherados, con la lucha diaria reducida, cada vez más, a una guerra de artillería, en la cual las armas utilizadas, en particular los antiguos sistemas soviéticos de artillería, son cuanto menos imprecisos.
“Nos sentamos en las trincheras, el enemigo nos bombardea y ni siquiera podemos sacar la cabeza”, cuenta Bogdan, un soldado ucraniano de 26 años, sentado en su camioneta en Bajmut, ciudad contra la que el ejército ruso está concentrando actualmente su ofensiva.
“Ya no hay tiroteos como antes. Hoy es una batalla de artillería. Así que saltas a tu trinchera y esperas el golpe”, precisa.
No hace mucho, un fragmento de un cohete que acababa de explotar perforó la cabina del 4x4 de Bogdan. La mano del joven soldado todavía tiembla. En la parte trasera del vehículo, blande la pieza de metal que casi lo mata antes de arrojarla al suelo con desdén.
“Sobrevivir de milagro”
Kostiantinivka, gran ciudad industrial más al norte y, en teoría, lejos de la línea del frente, sufrió bombardeos hace una semana.
Siete personas resultaron heridas, según la administración militar regional, y un edificio de cuatro pisos quedó destruido por la explosión.
Desde una ventana, un hombre baja una máquina de coser con la ayuda de una cuerda. Y es que los habitantes tratan de recuperar lo que pueden.
En lo alto de la polvorienta escalera, llena de escombros y metal retorcido, Yevguenia Yefimenko, de 82 años, explica que estaba dormitando cuando sonaron las dos explosiones.
Una destruyó el departamento de su vecino, deteniendo su despertador en el momento de la explosión: 00:24.
“Ya había habido explosiones pero muy lejos, así que me había acostumbrado”, explica con lágrimas en los ojos.
Las que destruyeron el edificio “me arrojaron allí”, dice, señalando el tramo de pared que la salvó: “No sé cómo aterricé allí, no lo sé”.
Ahora sin hogar, la jubilada piensa más en el destino que le espera que en la suerte que tuvo: “No tengo a nadie, estoy sola, sola”, dice, sin poder contener el llanto.
En Soledar, un pequeño pueblo en el camino a Bajmut que sufre violentos bombardeos, el soldado Oleg Yashchuk cuenta casi con indiferencia su propio milagro.
“Regresaba del frente y tenía 3 o 4 días de descanso, así que nos fuimos a relajarnos al lago: asado, cerveza, buena compañía”, comienza.
“De repente un tanque nos empezó a disparar. Tiró al agua, donde había muchos soldados. Sobrevivimos de milagro, toda la metralla se quedó atrapada en el agua, por eso seguimos vivos”, sonríe.
A lo lejos, resuenan los sonidos de nuevos bombardeos; otros no tendrán la misma suerte.