Por Andreas Kluth
Debemos asumir que un hombre como Vladímir Putin es capaz de cualquier cosa, incluso de usar armas nucleares. El presidente ruso ha dejado muy claro que la vida humana no vale nada para él a menos que se trate de la suya. Y hay escenarios en los que podría calcular diabólicamente que lanzar una o más bombas nucleares podría mantenerlo en el poder y ayudarle a salvar su pellejo.
Y eso es porque hemos entrado en un mundo que, en términos estratégicos, se parece más a la Europa de los primeros años volátiles de la Guerra Fría que a la de sus etapas posteriores que fueron relativamente estables. El efecto es descartar viejas nociones de disuasión y aumentar el riesgo de un Armagedón nuclear accidental.
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos sabía que sus fuerzas en Europa occidental eran inferiores a las de la Unión Soviética y probablemente no resistirían su ataque.
Para compensar, los estadounidenses colocaron ojivas nucleares —comparativamente de bajo rendimiento (pero, por supuesto, inimaginablemente devastadoras)— en territorio de los aliados europeos. El mensaje era que, en caso de un ataque soviético, la OTAN podría dejar caer algunas de estas en el campo de batalla para asegurar la victoria.
No obstante, a medida que avanzaba la carrera de armamento nuclear, la Unión Soviética se puso al día y las armas “estratégicas” se hicieron más notorias. Estas son bombas más grandes que se pueden lanzar, por ejemplo, en misiles intercontinentales desde el país del uno hasta el del oponente. Borrarían ciudades enteras a la vez.
Por apocalíptico que suene, este equilibrio del terror nos ha salvado hasta ahora de una guerra nuclear. Una metáfora lo ilustra bien: Occidente y Oriente están representados por dos personas en la misma habitación, con gasolina hasta la cintura. Cada una tiene una cierta cantidad de fósforos pero ninguna los enciende porque ambos arderían en llamas. De manera apropiada, este punto muerto se llamó Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por su sigla en inglés).
Sin embargo, en las dos décadas de gobierno de Putin, el panorama estratégico ha cambiado de nuevo. En cierto sentido, ha vuelto a la situación inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero con los papeles invertidos.
Ahora es Rusia la que sospecha que su Ejército es inferior al de la OTAN en una guerra convencional. Por lo tanto, es Putin quien está compensando esa debilidad amenazando con el uso de armas nucleares tácticas para ganar batallas o guerras en las que inicialmente no le va bien. Si un oxímoron funciona mejor, este enfoque se llama “escalar para ‘desescalar’”.
Para ese propósito, Rusia, que está casi a la par con Estados Unidos en armas nucleares estratégicas, ha ganado una ventaja de 10 a 1 en armas tácticas. Cuenta con 2,000 aproximadamente, mientras que Estados Unidos tiene solo alrededor de 200, la mitad de las cuales están estacionadas en Europa.
Putin ya ha insinuado varias veces que podría acudir a su prodigioso arsenal si la OTAN cruzara sus líneas rojas. Y debido a que confunde su propio destino con el de su país, tiende a interpretar cualquier amenaza de humillación personal o cambio de régimen en Moscú como tal.
Digamos que los ucranianos —que están luchando heroicamente contra invasores rusos sorprendentemente incompetentes— están cerca de la victoria. O que un misil ruso hipersónico se desvía hacia Polonia, miembro de la OTAN. O que Occidente entregue armas a Ucrania. Cualquiera de estos giros podría hacer que Putin tema su inminente desaparición y opte por intensificar el conflicto.
Su primer ataque demostraría intención. Podría lanzar una bomba de bajo rendimiento en un bosque vacío o en mar abierto, solo para demostrar que habla en serio. Como siguiente paso, podría bombardear un depósito de armas enemigo específico, una base militar o un batallón; en cualquier caso, aún no una ciudad entera.
Putin señalaría así su determinación de llegar hasta el final, apostando a que Estados Unidos y sus aliados no tomarán represalias del mismo modo. En su mente, estaría tratando de adivinar el engaño de Occidente. Los líderes de la Guerra Fría de ambos campos sabían que no podían ganar una guerra nuclear. Si Putin alguna vez hace un lanzamiento, es porque cree que puede ganarla.
¿Pero ganaría? La OTAN, y especialmente Estados Unidos, ahora debe prepararse para decisiones desgarradoras después de un primer ataque ruso. ¿Debería Occidente detonar su propia bomba nuclear de bajo rendimiento para mostrar resolución? ¿Qué seguiría para ambas partes de ese punto en adelante?
Una vez que comienza el lanzamiento de estas armas, las más mortíferas en toda la historia de la humanidad sin importar su rendimiento, el riesgo de malentendidos, errores y accidentes se dispara. Un ataque “limitado” de un lado igual se sentirá cataclísmico para el otro. Y los misiles son tan rápidos que el otro lado tendría solo unos minutos para responder. Surgiría la tentación de ejecutar.
Mucho antes de la era nuclear, un oficial prusiano bibliófilo que había presenciado las batallas napoleónicas opinó sobre la guerra. Carl von Clausewitz captó la tensión inherente entre los generales que intentan mantener la guerra limitada y la guerra que quiere volverse absoluta, terminando en la destrucción total de una o todas las partes.
El imperativo, concluyó Clausewitz, es siempre alinear táctica y estrategia. “La guerra no es más que la continuación de la política con otros medios”, escribió en su frase más famosa (y muchas veces incomprendida). Quería decir que solo se debe pelear el tipo de guerra que hace que la paz resultante sea tolerable. Oremos para que quede gente en Moscú que entienda esto.