Vladimir Putin
Vladimir Putin

La aseveración del presidente ruso la semana pasada de que el liberalismo occidental es obsoleto provocó respuestas indignadas.

Tal vez habría sido preferible un silencio despectivo; así nos habríamos ahorrado la vergonzosa invocación a "nuestros valores" de , o la afirmación —en contra de la abrumadora evidencia— del presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, de que lo obsoleto es el autoritarismo.

Incluso el Financial Times, al que Putin confesó su idea, se rebajó a declarar infantilmente que "aunque EE.UU. ya no es la brillante ciudad sobre la montaña que alguna vez pareció, los pobres y los oprimidos del mundo siguen mirando en masa a EE.UU. y Europa occidental", no a Rusia.

Esa retórica de ambos lados parece un refrito de la Guerra Fría, y con el mismo propósito: esconder las fallas y las debilidades de ambos sistemas.

Una función de la tiranía comunista de Rusia en el pasado fue hacer que sus oponentes capitalistas se vieran mucho mejor. Las economías con planeación central fracasaron estrepitosamente, con lo que quedó de manifiesto que los comunistas no tenían la solución económica a los acertijos modernos de la injusticia y la desigualdad y, para colmo, eran devastadoramente ciegos a sus propias depredaciones ambientales.

Las economías capitalistas creadoras de riqueza, por su parte, difícilmente pueden considerar haber resuelto esos problemas o haber hecho el mundo más habitable para las futuras generaciones. Sus defensores hicieron promesas extravagantes de libertad, justicia y prosperidad tras el colapso del comunismo, bajo el precepto de que el capitalismo era el único modelo viable en pie en el "Fin de la Historia".

Luego, sus irresponsables experimentos de libre mercado allanaron el camino para los movimientos y las personalidades autoritaristas que ahora dominan las noticias.

No olvidemos que la terapia de choque de libre mercado administrada a Rusia en la década de 1990 causó la corrupción, el caos y el sufrimiento en masa generalizados que eventualmente llevaron a Putin al poder. Por eso no bastará con invocar, en contra de la demagogia de Putin, la definición más halagadora del liberalismo: como una garantía de derechos individuales y libertades civiles.

Aclaro que la tradición liberal que afirma la libertad y la dignidad humanas en contra de las fuerzas de la autocracia, el conservatismo reaccionario y el conformismo social es profundamente honorable y digna de ser defendida siempre.

Pero existe otro liberalismo que desde el siglo XIX a estado ligado a la suerte de la expansión capitalista, preocupado por el progreso de los intereses individuales de los acaudalados y los accionistas. Este es el liberalismo, despreocupado por el bien común, al que hoy en día se denuncia popularmente como "neoliberalismo".

De hecho, los dos liberalismos —uno que ofrece libertad humana genuina, otro que atrapa a los seres humanos en mecanismos de mercado impersonales y a menudo despiadados— siempre estuvieron fundamentalmente en conflicto.

No obstante, lograron coexisitir con dificultades por mucho tiempo, ya que las sociedades capitalistas en expansión de Occidente parecían capaces de extender gradualmente los derechos sociales y los beneficios económicos a todos sus ciudadanos.

Hoy en día, esa capacidad única se ve amenazada por los grotescos niveles de poder oligárquico y desigualdad doméstica, así como los formidables desafíos de potencias económicas como China, a las que el capitalismo occidental alguna vez dominó y explotó. En otras palabras, la historia moderna ya no está del lado del liberalismo occidental.

La devastadora pérdida de su estatus especial ha expuesto a esta ideología central de Occidente a las burlas de demagogos como Putin y el líder húngaro Viktor Orban. A ellos se unen los extremistas de derecha occidentales que también se enfocan en la siempre vulnerable fe de los liberales en el pluralismo cultural, denunciando a los inmigrantes y al multiculturalismo, así como a las minorías sexuales.

En un artículo reciente muy compartido, Sohrab Ahmari, el editor de opinión del New York Post, halagó a Donald Trump por desviar la conversación nacional de las nociones liberales de la libertad individual hacia "el orden, la continuidad y la cohesión social".

Sin embargo, en palabras del historiador intelectual Samuel Moyn la semana pasada, "el sistema político basado en la libertad individual y el gobierno representativo no necesita ser celebrado o repudiado. Necesita ser rescatado de sí mismo", de una obsesión con "la libertad económica que ha socavado su propia promesa".

Ciertamente, no basta con redoblar verdades hechas añicos: reclamar superioridad de valores o insistir, como lo hizo el Financial Times, en que "la superioridad de la empresa privada y el libre mercado —por lo menos dentro de países individuales— para crear riqueza, ya no enfrenta ningún desafío serio".

Ese calificativo aparentemente de último minuto, "por lo menos dentro de países individuales", busca desaparecer por arte de magia la paliza que le están dando las opacas fuerzas globales a las economías nacionales. Además, pone en evidencia la incómoda verdad que, en estos días, incluso los autodenominados defensores del liberalismo no están del todo convencidos de su causa.

Tal vez, en lugar de declarar automáticamente un estatus superior, deberían examinar reflexivamente su fanática fe en los mecanismos de mercado. Deberían analizar cómo la alguna vez expansiva noción liberal de libertad individual se redujo a un principio rígido de emprendimiento individual y creación de riqueza privada.

De hecho, ese tipo de autocrítica siempre ha definido al tipo más refinado de liberalismo. Es la mejor manera de renovar hoy en día una tradición importante y defenderla convincentemente de sus críticos.

Por Pankaj Mishra

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