Por Paul Wiseman
Por décadas, el flujo libre del comercio mundial permitió a las naciones ricas mantener un acceso fácil a bienes y servicios a bajo precio. Les garantizó economías sólidas y mercados estables.
También generó una era de inflación extremadamente baja en Estados Unidos y Europa.
La invasión rusa de Ucrania, sin embargo, puede haber asestado un golpe mortal a ese sistema. Los precios, que ya venían en alza, siguen subiendo. Las cadenas de suministro, afectadas por la pandemia del coronavirus, enfrentan nuevas presiones. Y la creciente ruptura entre democracias y autocracias empaña más todavía el panorama mundial.
El nuevo orden mundial que asoma coloca a las empresas multinacionales en una posición delicada: Se deben afanar por mantener los costos bajos y las ganancias altas, al tiempo que cortan sus relaciones con Rusia y enfrentan presiones de consumidores molestos con la agresión rusa y los abusos a los derechos humanos en China.
Larry Fink, CEO de la empresa gestora de inversiones BlackRock, escribió la semana pasada en un informe anual a los accionistas que la invasión rusa “alteró totalmente el orden mundial que regía desde fines de la Guerra Fría” y “acabó con la globalización que vivimos las tres últimas décadas”.
“Una reorientación en gran escala de las cadenas de suministro”, pronosticó Fink, “forzosamente será inflacionaria”.
Adam Posen, presidente del Instituto Peterson para la Economía Internacional, escribió en Foreign Affairs que “es probable que la economía mundial se divida en bloques, uno que girará en torno a China y otro en torno a Estados Unidos”.
Si bien esta ruptura se viene gestando desde hace años, la guerra en Ucrania la completó. Probablemente represente el fin de una era en la que países con sistemas políticos contrastantes, tanto democracias como gobiernos autoritarios, podían comerciar en beneficio mutuo.
Ahora que los misiles rusos matan a civiles ucranianos, parece ilusorio pensar que naciones con sistemas distintos puedan llevar sus disputas a la Organización Mundial del Comercio (OMC) y esperar una resolución pacífica.
“Cuesta imaginar a los estadounidenses o los europeos en un mismo salón que los delegados rusos, fingiendo que un miembro de la OMC no acaba de invadir a otro”, escribieron Rufus Yerxa y Wendy Cutler, dos exnegociadores comerciales estadounidenses, en The National Interest.
Tres décadas atrás, cuando terminó la Guerra Fría, la globalización parecía algo prometedor. La Unión Soviética se había derrumbado. La China comunista salía de su aislamiento y comerciaba con el mundo. China se incorporó a la OMC en el 2001 y Rusia lo hizo en el 2012.
El académico Francis Fukuyama hizo su famosa afirmación de que se había llegado al “fin de la historia” y que el futuro pertenecía a las democracias promercado libre como las de Estados Unidos y Europa.
El intercambio comercial se aceleró. Las multinacionales llevaron su producción a China para aprovechar su mano de obra barata. Redujeron más todavía sus costos al adoptar una estrategia de comprar solo los materiales necesarios en el momento. Las ganancias se multiplicaron.
Las importaciones baratas de China dieron a los consumidores acceso a juguetes, ropa y artículos electrónicos a bajo precio. Algunos alentaron la esperanza de que un comercio más libre empujase a los chinos y a otros gobiernos autoritarios a ser más abiertos.
Pero surgieron problemas. Europa se hizo dependiente del suministro energético de la Rusia de Vladimir Putin. En el 2011, un terremoto seguido de un tsunami dañó las fábricas de repuestos de autos en Japón. Una escasez de repuestos paralizó las fábricas automotrices en Estados Unidos y recordó que las cadenas de suministros cruzando el Pacífico eran vulnerables a desajustes.
El COVID-19 obligó a cerrar fábricas y puertos en China, causando un desfasaje en la cadena de suministros, demoras en las entregas y obligando a las empresas estadounidenses a considerar la posibilidad de llevar nuevamente sus operaciones a su país. La geopolítica se tornó más complicada.
Las firmas estadounidenses acusaron a China de jugar sucio. Dijeron que Pekín manipulaba su divisa para hacer que las exportaciones fuesen más baratas y las importaciones de Estados Unidos más caras, subsidiando ilícitamente sus industrias nacionales y restringiendo el acceso de las firmas occidentales al mercado chino.
Estados Unidos registró déficits comerciales cada vez más grandes con China. Muchas firmas estadounidenses no resistieron la competencia.
Aprovechando el malestar con la globalización, Donald Trump llegó a la Casa Blanca y lanzó una guerra comercial con Pekín. Las inversiones directas entre ambos países mermaron como resultado de la política de Pekín de impedir la salida de dinero de China, de los controles más estrictos de las inversiones chinas en Estados Unidos y de los esfuerzos de las empresas por sacar parte de las cadenas de suministros de China.
La guerra en Ucrania acelera ahora la ruptura entre democracias y autocracias. La agresión de Putin generó sanciones de Occidente contra la economía y el sistema financiero rusos. China, la única nación grande aliada con Rusia, trató de buscar un equilibrio. Criticó la respuesta de Occidente a la guerra, pero no hizo nada que pudiera violar claramente esas sanciones.
Algunas empresas se han ido de Rusia. BP y Shell suspendieron sus inversiones. McDonald’s y Starbucks dejaron de servir a sus clientes. El presidente ucraniano Volodymyr Zelenskyy criticó a Nestlé, Unilever, Johnson & Johnson, Samsung y LG, entre otras, por seguir operando en Rusia.
“Cualquier empresa (occidental) que contemple el futuro y sopese la apertura de nuevas plantas, la obtención de nuevos productos, la expansión de sus negocios, tenderá a relacionarse con países y firmas con valores y reglas similares a las suyas”, vaticinó Cutler, hoy vicepresidente del Asia Society Policy Institute.
La división económica que se está gestando podría recordar la Guerra Fría, cuando Occidente y el bloque soviético operaron en esferas separadas. Por entonces, no obstante, China tenía una economía estancada. Ahora es el principal exportador del mundo y cuenta con la segunda economía más grande.
Las represalias de Occidente a la agresión rusa, por más que estén justificadas, “tendrán consecuencias económicas negativas que van mucho más allá del colapso financiero de Rusia y que no son nada buenas”, afirmó Posen en Foreign Affairs.
La innovación sufrirá porque los científicos de Estados Unidos y Europa colaborarán menos con los rusos y los chinos. La pérdida de acceso a mano de obra y materiales baratos obligarán a las firmas occidentales a cobrar más por sus productos. Y los consumidores no tendrán acceso a artículos baratos.