A medida que el coronavirus continúa propagándose fuera de China, es tentador verlo como un problema exclusivo de la modernidad, nacido de la facilidad sin precedentes con la que la información, los bienes y las personas se mueven por el mundo. En realidad, esos brotes han florecido durante siglos principalmente gracias a un único factor: el comercio internacional, la súper autopista original de las pandemias.
Consideremos por un momento la mayor pandemia en la historia registrada: se propagó por todo Europa desde 1348 y mató a un tercio de la población. Pero ni siquiera entonces había terminado, y regresó en décadas posteriores para varias repeticiones. Aunque los orígenes precisos de la plaga en Asia siguen bajo discusión, los historiadores están de acuerdo en que llegó a través del puerto crimeo de Cafa.
Los mercaderes de Génova se detenían allí cuando regresaban de China con una gran variedad de bienes y, sin querer, Yersinia pestis. Volvían a casa, donde otros mercaderes recogían la plaga y luego la esparcían por todo Europa. Los mercaderes mismos servían como portadores, pero también lo hacían las ubicuas ratas blancas que prosperaban junto a los seres humanos. Las ratas habían llegado de Asia como polizones de viajes comerciales previos.
Esta historia, una de las muchas relatadas por Mark Harrison, historiador de la Universidad de Oxford, resalta el desproporcionado rol del comercio global en la promoción de la pestilencia. También era claro para las personas de la época, pese a su comprensión medieval de los gérmenes, señala Harrison.
A medida que la plaga se convirtió en pandemia, las sospechas cayeron sobre los mercaderes y las ciudades empezaron a restringir sus desplazamientos. Sin embargo, no fue sino hasta 1397 que a las autoridades portuarias de Dubrovnik se les ocurrió una manera de lidiar con los mercaderes de la muerte: mantenerlos abordo hasta que murieran o se mejoraran. Así nació la cuarentena.
Cada vez que la plaga visitaba Europa durante los siglos posteriores, la conexión percibida –y muy real– entre el comercio y la enfermedad se reafirmó cada vez más en las mentes de las personas. Esto, a su vez, alumbró la respuesta de los estados-ciudad y los reinos a los brotes. Para la década de 1580, más de un tercio de los llamados "decretos sobre plagas" se enfocaban en el comercio y la cuarentena de los bienes procedentes del extranjero.
Daniel Defoe, el comerciante inglés más conocido por escribir "Robinson Crusoe", proclamó la esparcida creencia de 1600 de que la plaga había llegado en "bienes traídos desde Holanda, y allí desde Levante", el corazón de Medio Oriente. Una vez más, no estaba lejos de la verdad: es probable que los textiles que dominaban el comercio de larga distancia probablemente escondieran pulgas con la plaga.
No obstante, cada vez más comerciantes se preguntaban si la cura no sería peor que la enfermedad. Empezaron a rechazar las medidas de cuarentena casi tan pronto como eran introducidas. Una petición típica presentada por los comerciantes en Sevilla, España, en 1582 señalaba "daños y perjuicios intolerables". Por supuesto, la plaga es mala, aceptaban los comerciantes; pero, ¿y las consecuencias económicas? ¡Catastróficas!
Esta tensión inevitablemente reaparecía durante las epidemias futuras, los intereses comerciales aconsejaban un enfoque más conservador para dominar la enfermedad y los gobiernos optaban por medidas más estrictas. Pero en el siglo XVI, los líderes políticos se dieron cuenta de que las cuarentenas podrían usarse para otro fin: paralizar a las naciones rivales. Los holandeses, quienes para entonces se habían convertido en una potencia comercial global, lo aprendieron de la manera difícil.
En aquel entonces, los holandeses tenían fama de poner las ganancias por encima de la salud pública. Cuando empezaron los rumores de que la plaga había regresado a Ámsterdam en 1663, los británicos impusieron cuarentenas en los barcos holandeses. La enfermedad por contagio no era nada de qué preocuparse, respondieron los holandeses: las fronteras debían mantenerse abiertas.
La verdad era algo más complicada. La plaga en Ámsterdam era real, pero también las ambiciones de los ingleses y los franceses por socavar a los holandeses. Las cuarentenas resolvían ambos problemas. A medida que las tensiones entre estas potencias imperiales incrementaban, cada una empezó a usar la enfermedad como excusa para recortar el comercio con la otra, y los holandeses fueron los más afectados. Para el fin de siglo, las cuarentenas se habían convertido en aranceles glorificados, usadas principalmente para mantener lejos los bienes extranjeros.
Esto puede ayudar a explicar por qué los primeros ataques exitosos a las cuarentenas venían de defensores del libre comercio. El movimiento empezó en el siglo XIX en Gran Bretaña, cuando cada vez más políticos y economistas ayudaron a repeler medidas proteccionistas como las Leyes del Maíz, y los defensores del libre comercio pronto centraron su atención en las leyes de cuarentena, las cuales Times of London describía como "absurdas y anticuadas". Habrían podido describirlas perfectamente como "medievales".
El movimiento surgió en un momento oportuno. Para el siglo XIX, las enfermedades epidémicas que viajaban por las rutas comerciales –la fiebre amarilla y la cólera, principalmente– demostraban responder menos a las cuarentenas. Esto, por sí mismo, abrió la posibilidad de un cambio de política. Ayudó a Gran Bretaña, que había sido la mayor nación naviera y la economía más grande del mundo, a obligar a las naciones recalcitrantes a abandonar su apego a la cuarentena.
Gran Bretaña tuvo éxito, hasta cierto punto. Convocó a conferencias de sanidad internacionales con el objetivo de eliminar las cuarentenas y promover la cooperación para contener las epidemias. Sin embargo, las nuevas enfermedades habían eliminado buena parte de la inclinación hacia el internacionalismo para finales de siglo.
La peste, la pleuropneumonía y la triquinosis bovinas, que afectan al ganado, no a los humanos, llevaron a prohibiciones de importaciones desde países donde los virus corrían descontrolados. No obstante, como siempre, era difícil distinguir las motivaciones detrás de esas medidas. Si Alemania rechazaba el cerdo de EE.UU., ¿era una medida de salud pública, o simplemente proteccionismo?
En el siglo XX, la irritante relación histórica entre el comercio y la enfermedad prácticamente desapareció, con excepción de algunos episodios aislados. Pero lo que está pasando ahora sugiere que puede volver a surgir.
Cuando el coronavirus empezó a propagarse sin control, siguió caminos que China ha estado construyendo durante 30 años. El patrón solo se intensificará en las próximas semanas.
También se intensificará la respuesta. El aprecio del presidente Donald Trump por el aislamiento y el proteccionismo lo han dotado a él y a sus principales asesores con la visión de que el brote es una oportunidad única para desacelerar el auge de China.
Ya estamos viendo evidencia de esto. Al hablar del brote, el secretario de Comercio, Wilbur Ross, no pudo resistirse a dar lo que llamó una “vuelta de victoria”, asegurando que la pandemia regresará empleos a EE.UU. La declaración le pareció a algunos observadores extraña y nada más. Pero si se junta con la aseveración del presidente de que el brote “tendrá un buen fin para nosotros”, es más fácil notar un resurgimiento de la estrategia que limitó a los holandeses: los miedos de que una pandemia sirva a los intereses proteccionistas de los políticos.
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