La luz del sol cae perpendicular y distorsiona el contorno de decenas de personas que atraviesan, en un flujo constante, el desierto más seco del mundo en el norte de Chile.
Son migrantes, muchos de los cuales han entrado en los últimos días al país empujados por el miedo a que el candidato de ultraderecha gane las elecciones presidenciales y cierre las fronteras.
Aunque los porosos límites entre el norte de Chile y Bolivia son en la práctica incontrolables, José Antonio Kast, quien se impuso en la primera vuelta del 21 de noviembre con 27% de los votos, adelantó que de ser elegido presidente en el balotaje del 19 de diciembre buscará construir una zanja para impedir la llegada de más extranjeros al país. En cambio, el candidato de izquierda Gabriel Boric, prometió una política migratoria “regular, ordenada y segura”.
Paradójicamente una de esas zanjas creadas en el pasado -de aproximadamente cuatro kilómetros de extensión- permite a cientos de migrantes, que arrastran sus maletas por el polvo como si fuera la plataforma deslizante de un aeropuerto, dejar atrás Bolivia y una colección de fronteras y caminar hacia el sueño de una vida mejor en Chile.
Una de esas personas que arrastra un carro lleno de maletas y bolsas y seis mochilas mientras camina con dos niños de 8 y 11 años y carga a un bebé de 6 meses es Virginia Carrasco, una administradora de empresas de 30 años. Como muchos de los que llegan por los pasos no habilitados del norte, es venezolana.
Carrasco emprendió el viaje sola con sus hijos. Atravesó seis países en seis días tomando ocho buses y un bote que la ayudó a cruzar la frontera entre Bolivia y Perú. Invirtió unos US$ 700 en la travesía y recibió la ayuda de otros inmigrantes venezolanos con el traslado de sus enseres.
Tuvo suerte de no toparse con aquellos que hacen negocio con la desesperación. Este año 31 traficantes de personas fueron detenidos en esa región y 107 en todo el norte por la policía chilena, incluidas cholitas bolivianas que conocen bien el territorio.
Según la policía chilena al menos 250 migrantes fueron engañados y otros corrieron peor suerte: de acuerdo con el Servicio Jesuita de Migrantes, en lo que va del año al menos 19 personas fallecieron, entre ellas un bebé, por hipotermia, deshidratación o colapsos causados por el clima del desierto.
Para Carrasco la fase más dura del trayecto es aguardar que venga a recogerla el padre de sus dos hijos mayores. La mujer espera sentada en el suelo con la cabeza apoyada en una pared de piedra, ataviada con un gorro que la protege del frío. A su lado sus hijos mayores descansan sobre las maletas, que usan como colchón. En el corazón del altiplano andino, a 3,700 metros sobre el nivel del mar, las condiciones siempre son extremas y es difícil respirar.
Carrasco busca educación, calidad de vida y mejor salud para ellos. Su hija de 8 años padece alopecia y según los expertos que consultó podría tener un componente de “desprendimiento emocional” por estar separada de su padre, al que no ve desde hace más de cinco años.
“En los hospitales de Venezuela no se consigue nada, hay gente que ha fallecido porque no se consiguen medicamentos o médicos. Espero de Chile una mejor calidad de vida para mis hijos, por eso me vine para acá”, señaló la mujer a The Associated Press.
Aunque el padre de sus hijos tiene residencia definitiva y trató de conseguirles una visa por los canales oficiales, ésta les fue denegada. Sólo el 14% de las visas solicitadas por venezolanos fueron aprobadas en 2021. Un dictamen de la Contraloría obligó recientemente a la cancillería chilena a revisar las denegaciones de visas de reunificación familiar para venezolanos.
Carrasco apresuró su llegada a Chile “por el temor de las elecciones” y a “que quizá gane el candidato que bloquee las fronteras”.
Son varios los inmigrantes que aducen la misma razón para apresurar su entrada a Chile.
“Nos tocó pasar ahorita por miedo a que nos devolvieran”, explicó a AP la colombiana Tatiana Castro. “Nosotros llegamos antes de las elecciones. Ellos no saben lo duro que es, nos toca pasar por muchos países y por muchas fronteras donde nos toca duro, nos toca aguantar hambre, necesidades, frío... donde hay niños que se enferman”, añadió.
“Tenemos familiares aquí en Chile que nos dijeron que teníamos que venirnos antes del 19 de diciembre, porque si vuelve a ganar el que ganó la primera vuelta iba a cerrar todas las fronteras”, explicó a AP Rayber Rodríguez, un joven venezolano que viajaba con su esposa y una niña pequeña con gorro y abrigo, cansada, que cargaba en brazos.
En Chile hay casi 1,7 millones de inmigrantes y según la Organización Internacional de Migrantes de la ONU es el segundo país con mayor porcentaje de inmigrantes de la región. Una novedad que aún cuesta asimilar en un país que vivió décadas geográfica y políticamente aislado.
En lo que va del año más de 25,000 personas han llegado a Chile por el desierto de Atacama, según cifras oficiales. Un incremento significativo respecto de las 16,500 de todo 2020.
Quienes logran cruzar tienen dos opciones: auto denunciarse -un proceso que técnicamente ayuda a que no sean expulsados-, o aguardar en una tienda de campaña donde se los obliga a realizarse una prueba de COVID-19 y esperar el resultado antes de ser enviados a su destino en autobuses oficiales o continuar caminando. Algunos optan por seguir a pie por la carretera hasta Iquique, más de 1,500 kilómetros al norte de Santiago. La ciudad lleva meses con plazas públicas, playas y otros lugares tomados por migrantes que esperan juntar el dinero necesario para viajar a las zonas del país donde tienen familiares o amigos.
Ante el descontento de los habitantes de Iquique, que recientemente quemaron pertenencias, pañales, juguetes y carritos de niños de migrantes venezolanos que acampaban en las calles en una manifestación que causó repudio mundial, el gobierno accedió a habilitar albergues.
Las fronteras están vigiladas desde hace meses por la policía y el ejército. El punto fronterizo en el desierto, que hace años siempre estaba vacío, parece ahora la zona de tránsito de una estación terminal de trenes.
“Hoy día tenemos el ingreso constante por pasos no habilitados de ciudadanos venezolanos, principalmente”, explicó a AP el mayor Mario Palma, de la policía chilena. “Una vez pisado el territorio nacional el primer contacto que tienen es con Carabineros (policía) y el ejército” que se ocupan de los registros “y también de escucharlos respecto a toda la travesía que tuvieron que hacer para llegar al país”, agregó.
No muy lejos de allí, el pequeño poblado de Colchane -de menos de 1.600 habitantes, en su mayoría indígenas aymara- se ha visto desbordado varias veces por la cantidad de migrantes, que en algunas ocasiones llegó a duplicar a la población local.
La comunidad ha sufrido el robo de sus pertenencias y la ocupación de sus espacios y escasos edificios públicos.
“No aguantamos más, yo quiero con el Kast que no pasen más inmigrantes. Hay mucho inmigrante”, se quejó Nicolás Mamani Gómez. “¿Cómo estamos en Colchane?... Amontonados los inmigrantes, los venezolanos, colombianos. ¿Qué gente es, mala gente o buena gente?”, añadió.
El pasado domingo una manifestación a favor de Kast recibió un apoyo mayoritario en esta población de costumbres tradicionales.
Según datos oficiales, 85% los habitantes del Colchane carecen de servicios básicos, muchos no tienen acceso al agua, no contaban hasta hace unos meses con suministro eléctrico continuado, no tienen internet en sus casas y un 63% registra altos índices de pobreza.
“Estamos muy afectados” por la crisis migratoria, dijo a AP Jorge García. “La comunidad está mal, nos ha hecho harto daño este fenómeno”, señaló. “Para nosotros es de preocupación, nos han robado, ya no podemos vivir felices, tranquilos”, aseguró.