La crisis de Ucrania, un choque entre dos formas de ver el mundo y que podría trastocar Europa, no va a desaparecer. El conflicto trae ecos de la Guerra Fría y reaviva una idea de la Conferencia de Yalta de 1945: que Occidente debe respetar una esfera de influencia rusa en Europa Central y Oriental.
Desde que asumió el poder en el 2000, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha trabajado de forma constante y sistemática para revertir lo que considera la humillante ruptura de la Unión Soviética hace 30 años.
Mientras acumula tropas junto a la frontera de Ucrania y celebra maniobras militares en Bielorrusia, cerca de las fronteras de los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) Polonia y Lituania, Putin reclama que se vete de forma permanente el derecho soberano de Ucrania de unirse a la alianza occidental y que se limiten otras acciones de la OTAN como destinar tropas en países del antiguo bloque soviético.
La OTAN ha dicho que las demandas son inaceptables y que unirse a la alianza es un derecho de cualquier país y no una amenaza a Rusia. Los detractores de Putin alegan que lo que de verdad le preocupa no es la OTAN, sino la emergencia de una Ucrania demócrata y próspera que pueda ofrecer una alternativa al gobierno cada vez más autoritario de Putin que podría resultar atractiva para los rusos.
Las actuales demandas de Rusia se basan en la antigua percepción de agravios de Putin y su rechazo a que Ucrania y Bielorrusia sean países soberanos y realmente independientes en lugar de formar parte de una patria rusa lingüística y ortodoxa, unidos o, al menos, afines a Moscú.
En un tratado sobre el milenio publicado el verano pasado, y titulado “La unidad histórica de rusos y ucranianos”, Putin mostró su estrategia. Insistió en que la separación actual de Rusia, Ucrania y Bielorrusia en estados separados es artificial, debida principalmente a errores políticos durante el periodo soviético y, en el caso de Ucrania, impulsada por un malévolo “proyecto antirruso” respaldado por Washington desde el 2014.
Su visión ruso céntrica de la región plantea una prueba crucial para el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que ya lidia con crisis en varios frentes en su país: la pandemia del coronavirus, el repunte de la inflación, un país dividido con un gran grupo del electorado que se niega a reconocer su presidencia y un Congreso que ha bloqueado muchos de sus objetivos sociales y climáticos.
Biden ha descartado una intervención militar para respaldar a Ucrania, y en cambio, ha desplegado una intensa ofensiva diplomática y movilizado a los aliados occidentales para respaldar lo que promete serán graves y dolorosas sanciones contra Rusia si se atreve a invadir Ucrania.
Pero ha admitido que dependiendo de cómo evolucione la situación, podría tener problemas para mantener a todos sus aliados en el plan.
El mandatario ruso ya ha invadido Ucrania una vez, con escasa reacción. Rusia arrebató Crimea a Ucrania en el 2014 y ha apoyado a los separatistas ucranianos prorrusos que combaten al gobierno de Kiev en la región del Donbás, una guerra poco publicitada en la que han muerto 14,000 personas, más de 3,000 de ellos civiles.
La estrategia de Putin ha sido recrear el poder y la esfera de influencia definida que perdió Rusia con la caída del Muro de Berlín, al menos en la zona de la antigua Unión Soviética. Ha clamado contra lo que ve como un posicionamiento occidental en los países del antiguo Pacto de Varsovia, que en el pasado sirvió de colchón prosoviético entre la OTAN y la URSS.
Polonia, Hungría y República Checa pudieron unirse a la OTAN en 1999, seguidas en el 2004 por Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía y Eslovaquia.
Esos países, sometidos al dominio soviético tras la Segunda Guerra Mundial, estaban deseando unirse a la alianza defensiva occidental y al sistema occidental de libre mercado para buscar independencia y prosperidad tras la caída del Telón de Acero.
Por motivos similares, tanto Ucrania como Georgia quieren unirse, y la OTAN los ha reconocido como aspirantes a miembros de la alianza. El presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, ha pedido a los líderes occidentales que revisen con más urgencia la solicitud de membresía de Ucrania como una señal a Moscú de que Occidente defenderá la independencia de Ucrania.
A su vez, Rusia alega que la expansión de la OTAN incumple los compromisos alcanzados tras la caída del Muro de Berlín a cambio de que Moscú aceptara la reunificación de Alemania. Funcionarios estadounidenses niegan que se hicieran esas promesas.
Putin no mostró una oposición férrea a la OTAN cuando llegó al poder. En una entrevista con la BBC en el 2000, sugirió que Rusia podría incluso estar interesada en unirse. Años más tarde dijo que había planteado esa posibilidad al presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, antes de que Clinton dejara el cargo en el 2001.
Sin embargo, ahora Putin ve la alianza como una amenaza para la seguridad rusa.
Los miembros más recientes de la OTAN lo interpretan justo al revés. Ven a Rusia, que tiene el Ejército más grande de la región y un gran arsenal nuclear, como la auténtica amenaza y el motivo por el que se apresuraron a unirse a la OTAN, por temor a que una Rusia fortalecida pudiera intentar reimponer su control en un futuro.
Unas elecciones disputadas en Bielorrusia provocaron manifestaciones masivas durante meses contra el veterano mandatario Alexander Lukashenko. Enfrentado con su población y no reconocido como presidente legítimo en Occidente, Lukashenko se ha acercado más a la protección de Putin.
De forma similar, tras los disturbios civiles en Kazajistán de hace unas semanas, Rusia envió tropas para ayudar al presidente de la antigua república soviética a restaurar el orden, dentro de una misión de paz de la Organización del Tratado de la Seguridad Colectiva, una alianza liderada por Moscú. Las tropas ya han abandonado el país.
El objetivo de Putin ha sido restablecer los lazos con los antiguos vecinos soviéticos de Rusia al tiempo que reta y divide a Occidente. En lugar de llevar a Rusia en una dirección más democrática, ahora parece rechazar la mera idea de la democracia liberal como modelo sostenible, y en su lugar la percibe como un pretexto de Occidente para perseguir sus propios fines y humillar a sus rivales.
Putin llegó al poder prometiendo restaurar el sentido ruso de grandeza. Recuperó el control el económico de manos de los oligarcas, aplastó a los rebeldes en Chechenia, asfixió gradualmente a los medios independientes y aumentó la inversión militar. Más recientemente prohibió las escasas organizaciones rusas de derechos humanos que quedaban.
Más allá de las fronteras rusas, sus servicios secretos han supervisado el asesinato de voces críticas e interferido en elecciones extranjeras, incluido un apoyo clandestino a la elección de Donald Trump en el 2016, la campaña a favor del Brexit en Gran Bretaña y a varios partidos europeos conservadores que se oponen a la integración europea.
En el 2019 dijo en una entrevista que “el liberalismo está obsoleto”, insinuando que el ideal dominante en Occidente de democracia liberal ya no tiene hueco en el mundo. Para él, la idea de que los ucranianos son independientes y podrían elegir libremente sus alianzas es una farsa.
“Todos los subterfugios asociados con el proyecto antirruso están claros para nosotros. Y nunca permitiremos que se utilice contra Rusia a nuestros territorios históricos y las personas cercanas a nosotras que viven allí. Y a aquellos que lo intenten, me gustaría decirles que de este modo destruirán su propio país”, escribió Putin en su ensayo el verano pasado.
“Estoy convencido de que la auténtica soberanía de Ucrania solamente es posible en sociedad con Rusia”.
El desafío para Biden, la OTAN y la Unión Europea es si su solidaridad y resolución colectiva pueden proteger la visión ucraniana de formar parte de Occidente, y si las ambiciones nacionalistas rusas de Putin en la región tendrán éxito o fracasarán.