Los talibanes anunciarán en los próximos días un gobierno que los expertos en la región dudan de que pueda poner fin a la vorágine de violencia e inestabilidad política en que permanece inmerso desde hace medio siglo Afganistán.
Golpes de Estado, guerras civiles e invasiones extranjeras se han sucedido de forma ininterrumpida en el país desde el derrocamiento en 1973 del último rey afgano Zahir Shah hasta la recuperación este mes del poder por los islamistas tras dos décadas de paréntesis.
A los precedentes históricos se suman indicios de nuevas insurrecciones; por parte de una incipiente resistencia civil, y por parte del brazo local del yihadista Estado Islámico (EI), cuyo atentado en el aeropuerto de Kabul fue un desafío directo al recien estrenado poder talibán.
Los talibanes figuraron entre los primeros en condenar el ataque del jueves -que causó más de 170 víctimas mortales, entre ellas 13 soldados norteamericanos-, y precisaron que se había registrado en la zona “bajo la autoridad” de las fuerzas estadounidenses, para eximirse de toda responsabilidad.
También para dar la impresión de que garantizan la seguridad en el área bajo su control frente a organizaciones yihadistas rivales.
Esa rivalidad se ha acentuado por la vocación universalista de grupos como el Daesh (acrónimo en árabe del Estado Islámico) que contrasta con la política de ámbito solo doméstico de los talibanes desde que en 2001 EE.UU. ocupara el país y los descabalgara del poder en castigo a su complicidad con el 11-S.
Diferentes facciones yihadistas
La división entre los yihadistas -parte del brazo local del Estado Islámico está integrado precisamente por talibanes disidentes-, es uno de los factores de inestabilidad que afronta la nueva etapa, según el analista indio y especialista en la región Tarun Basu.
“Dentro del movimiento talibán hay diferentes facciones, no es homogéneo. Está el grupo adscrito a Pakistán pero también hay grupos que han comenzado a girar en la órbita de China”, mantiene Basu, director del foro digital de debate South Asia Monitor.
Ambos países, aliados regionales, son los principales beneficiados por la salida de EE.UU. de Afganistán, dice.
“Washington no sabe qué hacer, no tiene una posición clara respecto al dossier afgano”, sostiene Basu, que acusa al presidente Joe Biden de “carecer de estrategia” después de que las tropas norteamericanas permanecieran hasta dos décadas en el país.
“No veo ningún asomo de estabilidad a corto plazo. Creo que es más posible que pueda desatarse una nueva guerra civil”, apunta.
Antiguas cuentas pendientes
Para Mehraj udin Bhat, investigador de geopolítica regional en la Universidad de Cachemira, las cuentas pendientes son anteriores a la invasión norteamericana; se remontan al siglo XX, tras la ocupación del territorio por la Unión Soviética.
“La sociedad afgana tiene aún que recuperarse de los horrores de la guerra civil después de la retirada soviética (1989), cuando las milicias se enfrentaron y los señores de la guerra se beneficiaron de la anarquía y los asesinatos en masa fueron la norma”, recuerda.
Bhat se refiere a los años previos a la llegada en 1996 del primer régimen de los talibanes -que contaron con la oposición armada de milicias que habían sido sus aliadas-, para explicar el terror de los miles de afganos que han tratado de huir de Kabul.
“Han intentado escapar del futuro que saben que les espera. Se sienten atrapados. La economía está hecha un desastre y la violencia históricamente siempre ha sido muy alta. Quienes han trabajado para el antiguo gobierno tienen mucho que temer”, subraya Bhat.
“Las perspectivas de que pronto haya paz son desoladoras. Lo que se puede esperar son ejecuciones extrajudiciales”, concluye el académico, que considera que las minorías étnicas constituyen otro de los segmentos más vulnerables de la población.
Un valle inexpugnable
A 150 kilómetros al norte de Kabul se abre camino un profundo valle al que se accede por una estrecha garganta y que es el feudo de los tayikos, que junto a hazaras, uzbekos y turcomanos componen una de las principales minorías frente a la mayoría pastún de los talibanes.
El valle del Panjshir ha resistido a lo largo de los siglos los embates tanto de las fuerzas extranjeras -desde las británicas en el XIX hasta las soviéticas en el XX-, como de las milicias talibanes, a las que los guerrilleros tayikos vuelven ahora a hacer frente.
Su líder, Ahmad Massoud, que ha llamado a los afganos a la resistencia y a la comunidad internacional a combatir al poder talibán si fracasan las negociaciones con el régimen islamista, es hijo del legendario comandante Ahmad Shah Massoud, que luchó con éxito contra soviéticos islamistas hasta convertirse en héroe nacional.
El llamado “El león del Panjshir” murió el 9 de septiembre de 2001 -apenas 48 horas antes de los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono-, en un atentado suicida cometido por dos ciudadanos belgas de origen marroquí que se hicieron pasar por periodistas.
Según la opinión generalizada, Osama Bin Laden ordenó el asesinato para asegurarse la lealtad de los talibanes antes de los ataques que se avecinaban; el líder de Al Qaeda logró ese objetivo pero también acrecentar la figura de la víctima de la memoria colectiva del país.
El mausoleo del comandante Massoud, que se alza imponente en medio del valle, se ha transformado en las últimas décadas en santuario de peregrinación; en uno de los lugares más visitados de Afganistán.