Hace dos siglos, los agricultores franceses revolucionaron el cultivo moderno de los champiñones al instalarse en el laberinto de las canteras subterráneas de piedra caliza de París. Pero su técnica peligra ahora, ante la falta de interesados.
Y ello pese a que la demanda es más importante que nunca para estos champiñones blancos cultivados tradicionalmente, así como para sus primos marrones, reputados por ser más sabrosos.
“El tema no es encontrar clientes. Vendo todo lo que produzco”, explica Shoua-moua Vang, jefe de la champiñonera Les Alouettes en Carrières-sur-Seine, al oeste del capital, no muy lejos del corazón financiero de París, La Défense.
Vang dirige uno de los mayores sótanos de cultivo de champiñones de la región de París, a largo de una hectárea y media de túneles en las entrañas de una colina que domina el Sena.
Entre sus clientes figuran chefs con estrellas Michelin, así como cadenas de supermercados y mercados locales, pese a considerar que sus productos son “caros”: 3.20 euros/kilo (US$ 3.60/kilo).
Pero durante una reciente visita de la AFP, cajas húmedas repletas de cientos de kilos de estos hongos aguardaban a ser tirados a la basura. ¿El motivo? Faltan manos para cosecharlos todos.
Sólo cinco de sus 11 empleados estaban en su puesto de trabajo. El resto estaban de baja por enfermedad y el jefe duda que regresen todos.
“Hoy en día, la gente no quiere trabajar todo el día en la oscuridad, como los vampiros”, lamenta el empresario. Su producción diaria alcanza las 1.5 toneladas, en lugar de las 2.5 o incluso 3 toneladas habituales.
Shoua-moua Vang es uno de los cinco productores que cultivan aún de manera tradicional los “champiñones de París”. A finales del siglo XIX, eran 250.
Entonces, descubrieron que el ‘Agaricus bisporus’, un hongo popularizado por Luis XIV, el rey Sol, podía cultivarse todo el año en un sustrato de estiércol en las profundidades, donde se puede controlar la temperatura y la humedad. La oscuridad favorece su crecimiento.
El ambiente terroso y pedregoso también da a los champiñones un sabor a avellana, casi mineral, al tiempo que evita que acaben saturados de agua.
Incluso las macabras catacumbas de París, una de las atracciones turísticas más visitadas de la capital, llegaron a estar recubiertas de estos hongos.
“Crecen naturalmente”
La urbanización y la construcción del metro parisino especialmente obligaron a los agricultores a desplazarse fuera de la capital a principios de los años 1900. En 1970, medio centenar continuaban activos en las afueras.
Pero la llegada de las importaciones más baratas de Holanda, Polonia y, más tarde, China, donde se produce en naves industriales y donde la turba aumenta el rendimiento, supuso el golpe definitivo.
“Muchos ya no tenían a nadie [para seguir con el negocio] tras su jubilación”, explica Muriel Le Loarer, que lucha por la supervivencia de esta tradición a través de Safer, una agencia de desarrollo rural.
Shoua-moua Vang retomó por ejemplo en septiembre del 2020 una cantera en la que trabajó durante 11 años, ya que los hijos del anterior propietario no deseaban seguir sus pasos.
“Promovemos el sector, ayudamos a encontrar ayudas económicas y trabajamos con las autoridades locales para reabrir las canteras”, asegura Le Loarer, que destaca el interés creciente en los circuitos cortos.
Por el momento, los champiñones de París representan solo una ínfima parte de las 90,000 toneladas producidas en Francia cada año, según las cifras del mercado mayorista de Rungis, al sur de la capital.
Y es demasiado tarde para crear una apelación “Champiñón de París”, de cara a proteger esta producción, ya que este término se utiliza de forma generalizada desde hace décadas, según las autoridades.
Los productores parisinos se enfrentan así a un reto: deben esforzarse para que los clientes entiendan el interés de su trabajo.
“Nuestros champiñones crecen naturalmente. No los estimulo rociándolos con agua, porque esto los saturaría de agua”, resume Vang. “Los champiñones en naves gigantes están cultivados por ordenador”.