Mac Margolis
Cuando los colombianos eligieron a un especialista en desarrollo de 42 años en las presidenciales de 2018, sabían que era un voto de confianza. Se argumentaba que lo que le faltaba a Iván Duque en destreza política (había cumplido un solo mandato como senador), lo compensaría como tecnócrata de mercados emergentes acreditado a nivel internacional.
Treinta y dos meses después, Duque no ha hecho honor a ningún descriptivo. Rechazado por adversarios y aliados, con índices de aprobación en nuevos mínimos, Duque se enfrenta a una economía letárgica, una pandemia de COVID-19 en descontrol y una crítica pública que no se había visto en Colombia o en gran parte de América Latina desde antes de la pandemia.
Duque recientemente retiró una reforma tributaria que había elaborado durante meses y enviado al Congreso días antes. El plan desató indignación a nivel nacional, generando oleadas de manifestaciones y obligando al ministro de Hacienda a renunciar. Un video de teléfono móvil sobre la agitación en Bogotá muestra la profunda ira pública y la desesperación oficial, mientras fuerzas antidisturbios responden a los manifestantes con fuerza desproporcionada. Al menos dos docenas de personas han muerto en las protestas, que colapsaron a ciudades de este país de 50 millones de habitantes, el todo aparentemente agravado por reclamos que se extendieron mucho más allá de la revuelta fiscal inicial.
No es solo Colombia. En 2019, el presidente de Ecuador, Lenín Moreno, quiso suprimir los subsidios regresivos al combustible y fue expulsado del palacio y casi del poder. El mismo año, los disturbios en Chile por un aumento de US$0.04 en el transporte público provocaron una convulsión en todo el país, lo que obligó al asediado presidente Sebastián Piñera a agachar cabeza e iniciar de nuevo. La historia fue muy similar en toda la región, donde Gobiernos con problemas fiscales buscan obtener más ingresos de sociedades que ya están al límite por los malos servicios y deciden por ende hacerse oír en plazas y bulevares de América Latina.
Si bien el brote de coronavirus pausó la indignación pública, mientras ciudadanos luchaban contra amenazas más inmediatas a la salud y los medios de vida, las perspectivas de una emergencia pospandémica prolongada han vuelto a poner de manifiesto esa ira. “Colombia es un avance de lo que está por venir”, dijo Andrés Mejía Acosta, analista político del Kings College de Londres.
Antes de caer en la tentación electoral, Duque hizo carrera analizando de cerca los impedimentos crónicos a la productividad y el crecimiento sostenible de América Latina, primero como consultor de la Corporación Andina de Fomento y luego en el Banco Interamericano de Desarrollo. Una vez en el cargo, prometió catapultar a Colombia en el siglo XXI con la “economía naranja”, la teoría que sostiene que fomentar el capital humano y la inteligencia desatará el verdadero potencial creativo del país.
Luego llegó la pandemia y pausó esos planes, dejando la economía de Colombia en cuidados intensivos. Al igual que sus vecinos, el Gobierno de Duque gastó loablemente en ayuda de emergencia para la población pobre y desempleada de Colombia. Ahora debe buscar la forma de pagar las crecientes deudas y déficits, y así rescatar las sólidas calificaciones crediticias de Colombia sin sacrificar el órgano político ya debilitado. Después de un doloroso 2020, la tasa de pobreza nacional se ha disparado, de 35.7% en 2019 a 42.5%, lo que significa que unos 3.5 millones de colombianos más caen en la categoría de pobreza.
Duque tenía un plan. Al asignar a un panel internacional de expertos, pretendía sacar a Colombia de la espiral de muerte fiscal y reparar las históricas desigualdades y un sistema tributario fracturado. Proponía ampliar la base impositiva, duplicando el número de contribuyentes de 3.5 millones a 7 millones para 2025, y eliminar las costosas exenciones para productores de bienes de consumo como leche, carne y huevos, con las que se sacrificaban ingresos fiscales a favor de beneficios para colombianos por encima del umbral de pobreza. La reforma también aumentaba los impuestos verdes sobre emisiones de carbono y automóviles contaminantes. En un guiño a la modernización, el proyecto de ley no tocaría las exenciones a empresas de la economía naranja. El resultado parecía sólido y probablemente más justo sobre papel; incluso tenía un nombre atractivo: Ley de Solidaridad Sostenible.
No causó gracia que un gran segmento de la clase media de Colombia que hasta ahora estaba exento —aquellos que ganan menos de US$690 al mes, la mitad del umbral actual de renta imponible— de repente fuera llamado a pagar. La pandemia, y sus consecuencias económicas, ha impactado fuertemente a estos modestos asalariados. “Incluso los que no son pobres tienen dificultades para llegar a fin de mes”, dijo Giancarlo Morelli, analista de Colombia del Economist Intelligence Unit. Un efecto fiscal relativamente benigno para empresas y trabajadores con mayores ingresos, para quienes se mantenía la mayoría de las generosas exenciones, no ayudó al Gobierno.
Malas perspectivas, tiempos inoportunos y comunicaciones fallidas se mezclaron para sabotear lo que podría haber sido una reforma saludable. No hace falta ser un gurú para señalar la justicia social de aumentar los impuestos a los consumidores de gasolina (la mayoría de los propietarios de autos no son pobres), o explicar los beneficios de poner fin a los descuentos generales en leche y huevos y luego devolver algunos de los ahorros a pobres a través de programas de transferencia de efectivo. “Hay políticas que tienen mucho sentido a nivel tecnócrata pero que políticamente son desastrosas”, dijo Felipe Hernández, de Bloomberg Economics. “Incluso si se le dice a la gente que recuperarán algo de dinero, los nuevos impuestos se enfrentan a resistencia”.
Sí, toda esta ira que se siente en Colombia puede parecer inesperada. Considerado como un modelo de crecimiento orientado al mercado, el país ha atraído constantemente dinero extranjero y ha mantenido su calificación de grado de inversión en tiempos difíciles. No obstante, con los bonos en dólares del país en territorio especulativo, el aura se ha atenuado. De cerca, el desempeño de Colombia es menos impresionante. La salud fiscal es débil pues el gasto público amenaza crónicamente con superar los ingresos. El resultado es un mosaico de reformas, ninguna de las cuales termina el cometido. “En lugar de consolidación fiscal, tenemos impuestos tras los gastos, los cuales siguen aumentando”, dice Hernández. “Desde la década de 1990, los colombianos esperan una nueva reforma fiscal cada dos años”.
La perdurable pandemia ha frenado estas improvisaciones. El Gobierno de Colombia no tiene espacio fiscal para más gasto social de emergencia ni credibilidad en las calles para exigir más impuestos a contribuyentes que ya no dan más. El enigma no es solo de Colombia ni el fracaso solo de Duque. “Aunque el mejor personaje político esté al frente, él o ella tendría dificultades en América Latina hoy”, dijo Moisés Naím, de Carnegie Endowment. Naím tiene cómo saberlo pues se desempeñó como ministro durante el mandato del expresidente venezolano Carlos Andrés Pérez, cuya victoria fue aplastante en 1988, solo para caer presa de un levantamiento nacional por aumentos mal administrados en el precio del combustible, seguido de cargos de corrupción y dos intentos de golpe de Estado, que finalmente sacaron a Pérez del poder.
Una de las formas de salir de la trampa es que Colombia y sus vecinos aborden uno de los problemas más persistentes de la región, la amplia economía informal, donde unos 140 millones de latinoamericanos, o 40% de la fuerza laboral (60% en Colombia), vive del día a día, con salarios insignificantes, en empleos improductivos, sin protección social y fuera del alcance del ente recaudador de impuestos. Duque pasó años analizando este problema. Ahora ya es tarde para poner ese conocimiento a trabajar.