Por Adam Minter
El mes pasado, se lanzaron 16 “cohetes de lluvia artificial” desde la parte trasera de un camión a 450 kilómetros al sur de Pekín. La operación, ordenada por la Oficina Meteorológica del Condado de Juye en respuesta a una sequía local, fue un éxito. Durante las siguientes 24 horas, el condado recibió más de dos pulgadas de lluvia que, según funcionarios locales, alivió la sequía, redujo el riesgo de incendios forestales y mejoró la calidad del aire.
Suena como algo sacado de una caricatura. Pero durante décadas, China ha sido el hogar de uno de los programas de modificación del clima más avanzados del mundo. En general, sus objetivos han sido modestos: más lluvia en lugares áridos, menos granizo que destruye el campo y días soleados para grandes eventos nacionales. Pero esa modestia está empezando a ceder.
A principios de este mes, China anunció planes para expandir sus capacidades de producción de lluvia y cubrir casi el 60% del país para el 2025. Los detalles son poco precisos, pero aumentan los temores sobre los posibles usos militares de estas capacidades y sus efectos en un clima ya cambiante. Para China y el mundo, estas preocupaciones deben abordarse pronto.
Los humanos han soñado con controlar el clima durante milenios. Pero no fue hasta 1946 que los científicos de General Electric Co. descubrieron que el hielo seco puede crear precipitaciones cuando interactúa con las nubes bajo ciertas condiciones. Para 1953, aproximadamente el 10% de la superficie terrestre de EE.UU. había sido objeto de siembra de nubes. Doce años después, el gobierno gastaba millones de dólares en investigación de modificación del clima cada año, y otras 15 compañías habían comenzado operaciones de siembra de nubes en 23 estados.
Sin embargo, no se trató solo de lluvias. Durante la Guerra de Vietnam, el ejército estadounidense usó armas de nubes para inhibir los movimientos de tropas enemigas y reducir la efectividad de los ataques antiaéreos, entre otras cosas. Estos usos alarmaron tanto a los formuladores de política que comenzaron a buscar un acuerdo internacional para poner fin a la “guerra ambiental”. En 1978, entró en vigor la Convención sobre la Prohibición del Uso de Técnicas de Modificación del Medio Ambiente con Fines Militares o con cualquier otro Fin Hostil.
Aunque China ratificó el tratado en el 2005, su interés en controlar el clima y el medio ambiente no disminuyó. Las calamidades meteorológicas como el granizo y las inundaciones representan más del 70% de los daños anuales relacionados con desastres del país.
Debido a esa cifra en curso, el gobierno ha apostado su legitimidad en parte a lo bien que responde a tales incidentes. En las últimas décadas, a medida que el país se ha enriquecido, los proyectos que alteran la tierra, como la Presa de las Tres Gargantas, se han convertido en una solución preferida.
La modificación del clima, en comparación, es relativamente barata. En la década de 1980, el gobierno comenzó a realizar inversiones sustanciales en física de nubes y campos relacionados. Los avances en todo, desde satélites hasta cohetes, impulsaron el esfuerzo, a pesar de que solo hasta el 2018 surgieron pruebas científicas definitivas de la efectividad de la siembra de nubes (y en Idaho, no en China).
No obstante, el gobierno reclamó un gran éxito en el 2008, cuando Pekín lanzó 1.110 cohetes supuestamente supresores de lluvia para garantizar que las ceremonias de apertura olímpicas fueran secas (aunque los científicos han cuestionado si los cohetes tuvieron mucho que ver con eso). Para el 2015, había programas de lluvia y supresión de granizo en 30 provincias chinas, los cuales daban empleo a unas 35,000 personas.
El éxito ha generado mayores ambiciones. En 2017, el principal órgano de formulación de políticas económicas de China colocó US$ 175 millones en un sistema de modificación del clima diseñado para atraer más precipitaciones a una región que representa aproximadamente el 10% del territorio del país (entre los artículos comprados: 897 lanzadores de cohetes).
Un año después, según se informa, las compañías chinas aeroespaciales y de defensa estaban construyendo miles de cámaras de combustión destinadas a producir grandes cantidades de precipitación a lo largo de la meseta tibetana, del tamaño de Alaska. El anuncio de este mes fue una progresión predecible, aunque ha generado un escepticismo significativo entre los científicos.
Pero como EE.UU. aprendió hace décadas, incluso un éxito modesto en la modificación del clima es suficiente para preocupar a rivales y vecinos. Y otros países asiáticos están cada vez más preocupados de que el programa de China pueda afectar negativamente los monzones y las lluvias regulares que han alimentado a su gente durante milenios.
Aunque la ciencia detrás de tales esquemas aún es discutible, esta no es una preocupación tonta. En una región donde las tensiones ya están aumentando por el acceso al agua, la modificación del clima, en el mejor de los casos, parecerá una presión diplomática; en el peor de los casos, parece un arma.
Por ahora, el único acuerdo internacional que se acerca a abordar tales preocupaciones es la Convención sobre modificación ambiental. Pero ese tratado solo se aplica a las modificaciones “hostiles”, no a las “pacíficas” que China y otros países seguramente reclamarán para sí mismos si se los cuestiona. Una forma de evitar este problema es hacer que la modificación del clima sea parte de la discusión sobre el cambio climático.
En la medida en que la tecnología se está utilizando para contrarrestar los efectos negativos del calentamiento global, ya lo es. Pero las futuras conversaciones sobre el tema deberían desalentar los enfoques unilaterales. En cambio, deberían priorizar los usos cooperativos de la modificación del clima, incluido el intercambio de datos, entre todos los países.
Convencer a China y a otros de compartir su tecnología e intenciones no será fácil. Pero a menos que el mundo maneje este inminente problema, podría enfrentar algunas nubes negras por delante.