Mala Tokmachka, 70 km al sureste de Zaporiyia y a pocos kilómetros de la línea invisible que separa a las tropas de Moscú de las fuerzas de Kiev en el sur de Ucrania. (Foto: Referencial)
Mala Tokmachka, 70 km al sureste de Zaporiyia y a pocos kilómetros de la línea invisible que separa a las tropas de Moscú de las fuerzas de Kiev en el sur de Ucrania. (Foto: Referencial)

Frente a la casa de su patrón, dañada por un bombardeo, Vassili Kuchtch maldice a los “bastardos rusos” que destruyen su pueblo un poco más cada día y luego toma la pala. “Tengo que trabajar, no tengo a dónde ir”, dice.

Mala Tokmachka, 70 km al sureste de Zaporiyia y a pocos kilómetros de la línea invisible que separa a las tropas de Moscú de las fuerzas de Kiev en el sur de Ucrania, se despierta cada noche por los cohetes rusos que surcan el cielo y contempla cada mañana su funesto resultado.

La valla metálica del lugar de trabajo quedó como un acordeón. Las ventanillas de dos viejos tractores, aparcados en el jardín, implosionaron. Los escombros yacen en el suelo. La pequeña bomba responsable de los daños dejó su huella, un agujero en la tierra justo al frente de la casa.

Del otro lado de la calle, el techo de un edificio de ladrillo rojo, destruido por otro proyectil, dejó expuesta su estructura. “La vecina estaba en la cocina. Ella se fue a esconder en el campo”, contó Vassili, antes de agregar: “Gracias a Dios la vaca está viva”.

Vassili Kuchtch es uno de cientos de habitantes decididos a permanecer en el poblado, de donde miles de personas huyeron al cabo de dos meses de guerra. Los últimos en permanecer son los más pobres, a menudo los más viejos, cuya única riqueza es la que les brinda la tierra.

Vassili tiene 63 años pero parece tener 15 más, con su rostro desdentado y arrugado. El uniforme que lleva le fue “regalado por un guardia de la prisión”. Sus pantalones anchos “son de la época soviética”. Vive en un reducto minúsculo que “tiembla” a cada impacto ruso.

“Como desnudo”

“Yo estoy como desnudo”, suspira el exchofer, que lleva unos 30 años haciendo trabajos ocasionales. “No tengo dinero para comprar nada”.

Este hombre divorciado, padre de cinco hijos con los cuales no mantiene contacto, quisiera “enterrar vivo” al “Katsapi”, término peyorativo para designar a los rusos.

Pero sabe que no tendrá ninguna posibilidad ante ellos con su pala, y por eso se quedará en Mala Tokmachka.

“Si no se siembran las papas, no se cosechará nada. Igual con las cebollas. Y entonces las vacas morirán de hambre”, dice mientras lía el tabaco que él mismo cultiva.

La posible muerte de la vaca sería un desastre para el hombre cuyos padres, nacidos en 1927, vivieron la gran hambruna de 1932-1922, conocida como Holodomor y que Kiev califica como un “genocidio” orquestado por Stalin, así como la de 1946-1947. Esos dramas le enseñaron algo: “no se puede vivir solo de agua, pero se puede sobrevivir con leche”.

Olga Tuss, quien da alojamiento a Vassili, dice que él es “un borracho”. “Cuando bebe, uno no se le acerca. Por lo demás, todo bien”, agrega.

“Bastardos”

Pero esta robusta sexagenaria, con el pelo atado con un pañuelo morado, comparte con él dos valores que son cruciales en la Ucrania rural: primero, su odio a los rusos, para quienes ella trabajó durante 20 años en Moscú y a los que califica de “bastardos”, y sobre todo su deseo de sembrar la tierra porque, según el adagio local, “cuando las flores empiezan a florecer, todo termina”.

Olga quiere creer que la guerra “terminará pronto”, no teme “ni por un segundo” que las tropas de Moscú puedan tomar Mala Tokmachka pese a los cohetes que caen a su lado.

Es una apuesta que no han hecho los “ricos” que huyeron del poblado, al contrario de los “pobres”, que permanecieron allí.

Desde hace algunos días, la AFP pudo observar algunos convoyes de cosechadoras y otros tractores en las rutas secundarias rumbo a Zaporiyia, la principal ciudad del sur aún bajo control de Kiev.

Según Yuri, un responsable de la defensa territorial de Mala Tokmachka, “es para evitar que los aparatos sean robados por los rusos”.

Natalia Buinitskaia y su marido Guennady, de unos 60 años, parecen estar al margen de las consideraciones. La pareja no ha podido partir por la madre de Natalia, Vera, una mujer diminuta en el crepúsculo de su vida que no desea morir lejos del poblado donde nació.

“Tengo miedo cuando tiembla muy fuerte, así que simplemente me tumbo y miro la ventana”, cuenta esta mujer de 84 años, quien dice no poder caminar, “no por enfermedad, sino por la edad”.

La anciana piensa en un futuro sin guerra, o en su pasado glorioso, cuando ella “corría, corría y corría”, sin tener que evitar las bombas.