“Intentaron enterrarme vivo y aquí estoy”. Cuando Luiz Inácio Lula da Silva, el expresidente convertido en presidente electo de Brasil, habló el domingo por la noche para celebrar su improbable regreso a los 77 años, su voz grave estaba aún más ronca que de costumbre. Ha sido una campaña agotadora, sucia y en ocasiones violenta, pero sus palabras fueron las adecuadas, tranquilas, agradecidas, predicando el progreso económico y la reconciliación. Prometió gobernar para todos los brasileños. “Nadie”, dijo a la multitud, “quiere vivir en un país que está en un estado de guerra permanente”.
Jair Bolsonaro, el primer presidente brasileño que pierde una candidatura a la reelección, guardó silencio. Alrededor de las 10 de la noche, las luces del palacio presidencial se apagaron.
Después de meses de esfuerzos por parte del bando de Bolsonaro para impugnar el proceso electoral –además de artimañas de última hora con denuncias sobre anuncios de radio y controles policiales el día de las elecciones en las carreteras más transitadas (obstaculizando a los votantes)–, esto ha traído un bienvenido alivio. Al igual que la rapidez con la que los aliados internos de Bolsonaro, como el presidente de la Cámara Baja, Arthur Lira, aceptaron el resultado, incluso cuando pesos pesados internacionales como Estados Unidos felicitaron a Lula, reduciendo el espacio para una rabieta presidencial.
Pero nadie debe dejarse engañar. La victoria de Lula sobre Bolsonaro fue la más estrecha en la historia moderna de Brasil –ni siquiera dos puntos porcentuales– y el mapa electoral revela un país profundamente fracturado entre el menos próspero noreste pro-Lula y el sur pro-Bolsonaro. Hay divisiones a lo largo de líneas ideológicas, raciales, religiosas y sociales. Lula perdió en estados populosos como São Paulo y, de hecho, de 26 estados y un distrito federal, ganó en solo 13. El rechazo al líder izquierdista sigue siendo muy fuerte, resultado de una amplia investigación de corrupción que siguió a su época en la presidencia y que ayudó a destituir a su sucesora. (Fue encarcelado, pero luego se anularon sus condenas). Mientras muchos vitoreaban en las calles el domingo, la mitad del país estaba furioso.
Mientras tanto, el cambio de mando oficial no tiene lugar hasta principios de enero, lo que deja mucho tiempo para diabluras.
En ese contexto, los malabares que le esperan a Lula no son envidiables, muchísimo más complicados que cuando fue elegido por primera vez hace dos décadas. En ese entonces aprovechó una ola de aumentos de precios de los productos básicos para mejorar drásticamente la vida de los brasileños más pobres, reduciendo la pobreza extrema y la desigualdad con un innovador programa de ayudas en efectivo. Ha prometido repetir la hazaña, mientras vuelve a encausar la economía y aborda el daño causado al medio ambiente.
Pero no estamos a principios de la década del 2000. No hay un gran auge de los productos básicos y China con su estrategia “COVID cero” no está consumiendo acero ni mineral de hierro a enormes tasas. De hecho, el mundo se dirige hacia una recesión y los ingresos gubernamentales serán menores en 2023.
Y lo que está en juego difícilmente podría ser mayor.
Las impresionantes habilidades políticas y el carisma de Lula le han permitido construir una coalición lo suficientemente amplia como para asegurar un triunfo electoral contra la maquinaria presidencial de Bolsonaro, pero ahora tendrá que construir muchos más puentes. La votación del domingo fue una amarga carrera para ver quién era menos odiado: un voto en contra, más uno a favor. No fue un apoyo abrumador a Lula ni, lamentablemente, a la democracia. Si Lula fracasa y la economía se tambalea, volvería a entrar Bolsonaro, o peor aún, una alternativa de extrema derecha más fuerte y efectiva.
En primer lugar, su desafío es tranquilizar a los inversionistas cautelosos, que probablemente se sientan aliviados por la ausencia de turbulencias, pero cautelosos por lo que vendrá a continuación. El historial económico de Lula es pragmático, pero esta vez ha brindado pocos detalles más allá de una carta en la que promete combinar sus promesas sociales con la responsabilidad fiscal; una repetición de lo que les escribió a los brasileños en el 2002.
Lula debe brindar más claridad sobre cómo equilibrará las grandes necesidades y la fuerte deuda, comenzando con el nombramiento de un ministro de Hacienda que sea conocido, en quien confíen los inversionistas, por ejemplo, el exgobernador del banco central y exministro Henrique Meirelles, un favorito para el puesto.
Lula está en un buen lugar para reparar la credibilidad internacional de Brasil, comenzando con compromisos en torno al clima, dada la escala de destrucción. La reconstitución de las agencias de monitoreo y protección del medio ambiente y los pueblos indígenas sería un comienzo.
Luego debe decidir cómo avanzar con la reconciliación nacional, en un esfuerzo concertado para desactivar algunos de los elementos más tóxicos del bolsonarismo, sin necesariamente investigarlos a todos. Aunque Bolsonaro fue derrotado, el movimiento populista de extrema derecha que representa no lo fue, y las principales figuras entre sus seguidores han obtenido puestos de gobernador o escaños en el Senado.
Eso requiere un diálogo urgente con los grupos evangélicos conservadores y, de manera crucial, con el Ejército, que aún tiene que dar su veredicto sobre la votación del domingo. Lula deberá presionar para obtener un respaldo, para luego redefinir las relaciones entre civiles y militares mientras lleva lentamente a los generales de regreso a los cuarteles. Eso significa reforzar las instituciones democráticas.
No menos importante, para garantizar cualquier nivel de éxito legislativo con un Parlamento fragmentado, Lula debe construir un Gobierno de “frente amplio”, apoyándose en aliados como Simone Tebet, que tiene vínculos con el lobby agrícola (una fuente clave de apoyo para Bolsonaro), más partidos de centro en el Congreso. Debe actuar rápido.
Por todo eso, el próximo movimiento a observar será el de Bolsonaro. Ha sido un duro año de acusaciones escandalosas, calumnias y violencia. En vísperas de la votación, una diputada bolsonarista sacó un arma y persiguió a un joven negro en un elegante distrito de São Paulo después de que dijera que había sido insultada. Fue un sombrío presagio. El silencio presidencial puede ser uno mejor.
Por Clara F. Marques