Mientras suenan las sirenas antiaéreas por toda Ucrania, la estrategia rusa de sitio y bombardeo de ciudades fuertemente industrializadas y la ocupación militar sin precedentes de instalaciones nucleares convierten al medioambiente en víctima silenciosa de la guerra, según expertos.
Aunque la primera víctima de las guerras son los habitantes del país invadido, tras el estruendo de los obuses subyace el daño medioambiental, que expone “la débil protección legal brindada al medio ambiente durante los conflictos armados”, señala el director del Observatorio de Conflictos y Medio Ambiente (CEOBS en inglés), Doug Weir.
El responsable de este observatorio británico centrado en el estudio del impacto ambiental de las guerras, advierte de dos preocupaciones principales: “el sitio de ciudades fuertemente industrializadas” y la “ocupación militar extraordinaria, inaceptable y sin precedentes de instalaciones nucleares”.
La decisión de Putin de ocupar sitios nucleares “ha tomado al mundo por sorpresa” ya que “la comunidad internacional no cuenta con mecanismos para afrontar eventualidades como esta”, subraya el analista británico.
Aunque la ocupación militar de las centrales de Chernóbil (norte) y Zaporiyia (sureste) no ha causado ningún desastre nuclear, por su naturaleza “imprudente” podría incluso catalogarse de “ecocidio”, apunta Weir.
“Es claramente un ecocidio, ya que extiende el riesgo nuclear a todo el continente europeo”, asegura la portavoz de Greenpeace, María José Caballero, quien recuerda que los trabajadores de Chernóbil, “que realizan una labor de precisión” han estado hasta hace pocos días “secuestrados en sus puestos desde el comienzo de la invasión”, el pasado 24 de febrero.
Desde Greenpeace consideran que “los protocolos de seguridad nuclear no sirven para nada y situaciones como esta lo demuestran”, por lo que “teniendo alternativas renovables, la energía nuclear no es necesaria”, argumentan.
Contemplado como un daño colateral, “la destrucción del medio ambiente pasa a tener un uso bélico” contra la población de Ucrania, advierte Caballero, porque “sin agua, ni luz ni alimentos, la resistencia se debilita”, como está sucediendo en la sitiada ciudad de Mariupol (sureste), a orillas del mar de Azov.
Según la portavoz de Greenpeace, los proyectiles de alto poder explosivo utilizados contra infraestructuras e instalaciones industriales dispersan “carcinógenos, cemento, amianto y metales pesados”, contaminantes que “dejan un legado a largo plazo”, especialmente en un país como Ucrania que posee importantes instalaciones metalúrgicas, como la planta de Azovstal de Mariupol, un megaproyecto siderúrgico de la época de Stalin “que ha sido bombardeado por las fuerzas rusas”.
La atención de los ecologistas también se centra en el Donbass, una región al este del país “con mucha biodiversidad, pero también muy rica en carbón”, surcada por “kilómetros de túneles que se están inundando”, lo que puede arrastrar un torrente de “sustancias químicas nocivas” por toda la cuenca.
Para el director del CEOBS, los ríos “son un medio a través del que viaja la contaminación, en caso de producirse daños en un centro industrial ubicado junto a un curso de agua”, señala Weir, como es el caso de la malograda central de Chernóbil y la planta nuclear Zaporiyia -la más grande de Europa, con seis reactores-, situadas a orillas del Dniéper.
Más que el daño directo del armamento sobre la biodiversidad, a Weir le preocupa más “el cierre de proyectos y programas ambientales y el desvío de fondos de proyectos verdes debido a su pérdida de prioridad”, lo que a largo plazo afectará a la “gobernanza ambiental en Ucrania muchos años después de que termine el conflicto”.