A medida que se intensifica la guerra comercial entre Estados Unidos y China, luego que el presidente Donald Trump impusiera aranceles a US$ 34,000 millones en importaciones chinas, ambas partes tratan de retratarse a sí mismas como víctimas de un rival unilateralista sin restricciones. Ambos están equivocados: esta disputa es sobre algo mucho mayor.
Durante muchos años, la política exterior estadounidense adoptó una fuerte postura pro China. EE.UU. fue un importante partidario del ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio y no tomó acciones de política directas en respuesta a su prolongada manipulación del yuan.
Abogó por el desarrollo de China y trató de integrarla al sistema internacional más amplio, a pesar de los abusos de China en áreas como la propiedad intelectual.
El objetivo de EE.UU. siempre fue evitar el conflicto, lograr que China reformara y abriera su economía y asimilarla en un sistema construido en torno a los mercados abiertos y los valores liberales.
El problema fue que China nunca aceptó realmente este sistema.Como describió recientemente el conflicto el académico de Princeton Aaron Friedberg:
La estrategia de la posguerra fría de EE.UU. para tratar con China se basaba en hacer prevalecer las ideas liberales sobre los vínculos entre el comercio, el crecimiento económico y la democracia, y una creencia en la supuesta universalidad y el poder irresistible del deseo humano de libertad.
La estrategia de los líderes de China, por otra parte, estaba, y todavía está, motivada ante todo por su compromiso de preservar el monopolio del poder político interno del Partido Comunista de China.Una China en rápido crecimiento que respetara las normas y disposiciones liberales habría sido bienvenida. Europa, EE.UU. y Japón han estado involucrados en disputas de larga duración entre ellos, pero también comparten una comprensión de cuáles son las reglas y una visión suprema de mercados más abiertos. China no comparte esa visión; de hecho, a veces expresa desprecio por ella. Esta es la cuestión fundamental que divide a los dos países.
Si la administración Trump hubiera iniciado negociaciones por estos motivos, habría tenido una influencia significativa. Casi ningún otro país comparte la visión de China sobre estos temas, y los muchos aliados de EE.UU. probablemente habrían estado dispuestos a actuar como un frente unido si la nación norteamericana persiguiera objetivos coherentes.
Lamentablemente, Trump parece haber perdido el rumbo en este sentido y, en cambio, se ha concentrado en cuestiones como el déficit del comercio bilateral y los empleos del sector de manufacturas. Su administración también acostumbra a referirse a China como un "competidor estratégico", entrando así en el juego de la retórica de China.
Frente a este enfoque más agresivo, China ahora dice que no negociará con un "pistola en la cabeza" y los medios estatales argumentan que Washington está tratando de impedir el ascenso de China. Esa acusación no es verdad, pero el enfoque de Trump le ha dado más credibilidad.
La buena noticia es que ambas partes parecen estar realizando un proceso de introspección. Trump le dio a ZTE Corp., que fue multada por EE.UU. después de violar las sanciones, al menos una suspensión temporal y los medios estatales de China han estado reflexionando sobre la sabiduría de los mercados cerrados. A pesar de la belicosidad pública, ambos parecen darse cuenta de que están en un camino peligroso.
Aun así, no existe una resolución obvia. Si la disputa fuera simplemente sobre las subvenciones a los productos o el acceso a los mercados se podría llegar a un camino de avance. Este es un conflicto mucho más fundamental sobre valores.
Por Christopher Balding
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