Las atrocidades cometidas por las fuerzas rusas en Bucha y otras ciudades ucranianas hacen que una decisión que ya era necesaria sea aún más urgente. La Unión Europea, que hasta ahora ha actuado con una unidad encomiable, debe poner fin lo antes posible a su dependencia de los hidrocarburos de Rusia. Ucrania, que lucha por su supervivencia como Estado-nación, puede que no tenga más tiempo para evitar la derrota o el desmembramiento.
Aunque es una tarea difícil, el consenso entre los 27 Estados miembros de la UE va en esa dirección. El bloque aprobó un embargo al carbón ruso, y se está debatiendo hacer lo mismo con el petróleo. La reducción de las importaciones de gas, aunque más polémica, también debería estar en discusión.
Este boicot será más fácil para algunos Estados que para otros. En general, cuanto más al oeste está un país de la UE, menos depende de la energía rusa; pero, mientras más al este, mayor es la dependencia.
Alemania, en particular, lleva décadas aumentando su dependencia del gas ruso. Todavía no tiene puertos que puedan recibir y regasificar el gas natural licuado que llega por barco. Absurdamente, este año está cerrando sus tres últimas centrales nucleares.
Los riesgos económicos de un bloqueo abrupto de la energía rusa son, por lo tanto, enormes. El gas y el petróleo no solo mantienen encendidas las luces. También se usan en los productos químicos especiales al principio de las complejas cadenas de suministro.
Los fabricantes aún se están recuperando de una crisis de suministro de semiconductores; no necesitan otra crisis de moléculas.
Una forma de mitigar el daño sería renunciar a un embargo total y optar por aranceles punitivos sobre el gas ruso. De este modo, se reducirían las ganancias de Gazprom, la empresa estatal rusa, y se minimizarían las interrupciones del suministro. Los ingresos recaudados podrían utilizarse para aliviar el efecto de los aumentos de precios.
Muchos en Europa ya han mostrado su disposición al sacrificio. Polonia declaró que dejará de importar energía rusa este año. Quizás no sea una sorpresa: está en la primera línea de la UE, recibe a la mayoría de los refugiados ucranianos y le preocupa que pueda ser el próximo objetivo de Putin.
Otros países de la región —como Lituania, Letonia y Estonia— ven el mundo de forma muy parecida. Más sorprendente es la disposición de Italia a aceptar participar; en el pasado ha sido casi tan dependiente como Alemania.
Otros países de la UE son más problemáticos. Hungría, por ejemplo, se opone al embargo. Su primer ministro de derecha, Viktor Orbán, lleva años siendo amigo de Putin. Esta semana, obtuvo otro mandato con la promesa de que solo él puede mantener a Hungría a salvo de una conflagración mayor. La UE y la OTAN ahora deben confiar en él para que respete las alianzas de su país.
Por eso es tan importante el papel de los restantes indecisos. Los principales son Austria y Alemania. Ya han admitido que no pueden seguir apaciguando a Putin, como ha sido su costumbre durante mucho tiempo. Ahora también deben aceptar que vale la pena pagar un precio alto por desfinanciar el régimen de Putin.
Ayuda el hecho de que Europa sabía que tenía que seguir este camino incluso antes de la guerra. Acabar con la dependencia de los combustibles fósiles de Putin puede ser el primer paso hacia un objetivo mayor.
Por eso, la construcción de nuevas terminales de GNL y otras medidas provisionales deberían coincidir con un esfuerzo redoblado para pasar por completo a la energía solar, eólica, de hidrógeno verde, nuclear y otras fuentes de energía libres de carbono.
Los europeos han querido, con razón, mostrar su solidaridad con Ucrania. La magnitud de las atrocidades que se están cometiendo significa que ellos —y el resto del mundo— tendrán que hacer más si quieren dejar de alimentar la maquinaria bélica de Putin.