Una y otra vez, los líderes europeos se han comprometido a hacer frente a una amenaza inminente para su unión: la excesiva deuda pública. No obstante, una y otra vez, los acontecimientos, primero la pandemia y ahora una crisis energética relacionada con la guerra, han frustrado sus planes, haciendo que el problema sea mayor.
Esto no puede durar para siempre. Es probable que en algún momento algún Gobierno importante termine siendo insolvente. La Unión Europea debe estar mucho mejor preparada de lo que está.
Cuando economías divergentes comparten una moneda sin compartir las arcas, surgen invariablemente desequilibrios. Las exportaciones y el ahorro alemanes, por ejemplo, generan deudas en otros países. Hace una década, estos desequilibrios, junto con la mala gestión oficial, dieron lugar a una debacle financiera griega que estuvo a punto de destrozar la eurozona y generó el sufrimiento de millones de personas.
Pero en lugar de abordar la raíz del problema mediante la creación de una unión fiscal, los líderes europeos reiteraron una vieja promesa: con el tiempo, tratarían de reducir la deuda pública a un nivel más seguro.
No hubo suerte. En medio del gasto de emergencia para aliviar la pandemia y amortiguar los efectos de los volátiles precios de la energía, la carga de la deuda se ha dirigido principalmente en la dirección contraria. En el 2021, la deuda bruta combinada de los Gobiernos de la zona del euro se situaba en el 95% del producto bruto interno (PBI), frente al 86% de 2010 y muy por encima del objetivo acordado del 60%.
Entonces, ¿se avecina otra crisis? Eso dependerá de si los inversionistas creen que los Gobiernos europeos pueden controlar la relación entre su deuda y el PBI. Hasta cierto punto, el aumento de la inflación de este año ayudará, al incrementar el denominador. Pero el alza de las tasas de interés dificultará que el numerador se dispare.
Pensemos en Italia, con un relación entre deuda y PBI del 151%. Las proyecciones oficiales muestran que la carga de su deuda se reducirá significativamente en la próxima década. Pero eso supone costos de endeudamiento de solo un 2%. Si, por el contrario, la deuda de Italia se renueva a los tipos de interés actuales de alrededor del 4%, su perspectiva será más precaria.
Solo para mantener la relación de la deuda estable, el Gobierno tendría que imponer una austeridad permanente, manteniendo un superávit presupuestario primario medio (excluyendo los pagos de deuda) de casi el 1.5% del PBI, algo que, aunque no es inédito, supondría un riesgo de descontento popular y perjudicaría la inversión pública. Conseguir que la deuda baje al 60% del PBI, incluso durante dos décadas, requeriría unos superávits primarios sostenidos mayores de los que ningún país ha conseguido nunca.
Si en algún momento los mercados deciden que la deuda italiana es insostenible, los funcionarios sólo tendrán dos opciones: condonar la deuda a costa de los inversionistas privados o rescatar a Italia a costa de los contribuyentes de la UE. En las condiciones actuales, la primera opción probablemente desencadenaría una crisis financiera, ya que los bancos italianos se encuentran entre los mayores tenedores de deuda de su Gobierno. La segunda es un fracaso político, sobre todo en países relativamente acomodados como Alemania.
En última instancia, sólo una verdadera unión de riesgo compartido, en la que las transferencias fiscales equilibren los choques asimétricos, puede garantizar la viabilidad del euro a largo plazo. Mientras tanto, Europa debe crear al menos las condiciones para una reestructuración relativamente ordenada de la deuda soberana.
Para ello, los responsables políticos deberían acelerar la diversificación de las tenencias de los bancos, alejándolas de las deudas de sus Gobiernos de origen, exigir más capital de absorción de pérdidas y completar las reformas del sector bancario necesarias para garantizar que las quiebras puedan gestionarse con un mínimo de daños colaterales, tales como la armonización del seguro de depósitos y la racionalización de la autoridad de supervisión.
Además, Europa necesita un mecanismo de quiebra soberana. El objetivo debería ser garantizar que, cuando un Gobierno se muestra incapaz de pagar sus deudas, las pérdidas sean impuestas a los acreedores privados de la forma más rápida y equitativa posible, minimizando así la implicación de los contribuyentes y evitando el tipo de rescates en serie que tanto daño hizo a Grecia.
Como dijo acertadamente el economista Herbert Stein, “si algo no puede continuar para siempre, se detendrá”. Más vale que Europa esté preparada.