Cuando el mes pasado el primer crucero desde el inicio de la pandemia navegó por la laguna de Venecia, cientos de personas se manifestaron en tierra y en pequeñas embarcaciones para protestar.
Unas semanas más tarde, el gobierno pareció escuchar y anunció que, para defender el ecosistema y el patrimonio de Venecia, los cruceros quedarían prohibidos en la laguna a partir del 1 de agosto.
La medida ponía fin a años de vacilación política, aparentemente anteponiendo las demandas de los residentes y las entidades culturales a las de los trabajadores portuarios y la industria turística.
“Para nosotros es una gran victoria”, declaró Tommaso Cacciari, miembro del grupo de campaña “No Grandi Navi” (“No a los grandes barcos”, en español). “Muchos nos compararon con David contra Goliat”.
Pero la batalla puede no haber terminado.
Mientras los activistas se preocupan por la contaminación y la erosión en una ciudad ya en peligro por la subida de los mares, los trabajadores portuarios afectados por los meses de cierre temen por su sustento.
“Fue un golpe muy fuerte, me sentí fatal”, dijo Antonio Velleca, que lleva 15 años trabajando en una cooperativa de transporte de equipajes para cruceros en Venecia.
“Sentí que había perdido la certidumbre de mi vida”, añadió mientras miraba a través de las puertas cerradas de la terminal parcialmente cerrada.
Los barcos de más de 25,000 toneladas no podrán entrar en el Canal de la Giudecca, que es poco profundo y pasa por la plaza de San Marcos, el monumento más famoso de la ciudad. Los cruceros suelen pesar al menos cuatro veces más.
El futuro sigue siendo incierto. Roma ha legislado en numerosas ocasiones para limitar el acceso de los transatlánticos a Venecia, pero aún no hay un punto de atraque alternativo.
El gobierno quiere acelerar la construcción de una estación de atraque en el puerto industrial de la cercana Marghera, pero no hay indicios de que se vaya a realizar pronto.