Por Clive Crook
Parece probable que el presidente francés, Emmanuel Macron, derrote a Marine Le Pen —líder de la Agrupación Nacional populista-chovinista— en la segunda vuelta de las elecciones el domingo. Eso sería un alivio, pero lo que ya sucedió en esta carrera es inquietante de todos modos. Macron es, esencialmente, todo lo que queda del centro político francés, que está destinado a encogerse hasta que encuentre la manera de responder a sus oponentes populistas.
En la primera vuelta de las elecciones, colapsó el apoyo a los principales partidos Socialista, Republicano y Verde. Los candidatos de la izquierda populista, la derecha populista y otros movimientos radicales obtuvieron más de la mitad de los votos.
Macron prevalecerá en la segunda vuelta si suficientes seguidores de Jean-Luc Mélenchon, líder de la izquierda populista, llegan a odiar más a Le Pen de lo que odian a Macron. Pero esta probable victoria no debería ocultar el hecho de que la política moderada está en retirada, en Francia y en otros países.
Por defecto, la respuesta del centro al populismo tiende a ser el antipopulismo. Esa estrategia está fallando en Francia, así como está fallando en Estados Unidos.
Llevado al extremo, el populismo es obviamente peligroso. Se mezcla fácilmente con la xenofobia, el anticapitalismo y los programas antiliberales de derecha e izquierda. Bajo la forma tóxica defendida por aquellos como Le Pen y Donald Trump, canaliza el chovinismo y la demagogia. Pero para vencer estas variantes más venenosas, el centro necesita su propia medida de populismo.
Los centristas deberían darse cuenta de que el populismo no tiene por qué ser antiliberal. De hecho, el liberalismo completamente purgado de populismo no es realmente liberalismo.
El núcleo del populismo es la sospecha de la clase dominante, un instinto impecablemente liberal, incluso cuando los gobernantes son meritócratas (reales o supuestos) en lugar de aristócratas. En la base de esta sospecha están la exigencia de igualdad política y el pensamiento de que todos los ciudadanos tienen valor y posición independientemente de sus credenciales.
El populismo reconoce que las opciones de política se basan no solo en el conocimiento sino también en los valores, donde los meritócratas no tienen una autoridad especial. También tiene en cuenta que la experiencia de élite es a menudo más limitada y más falible de lo que muchos expertos quieren admitir.
La creciente sospecha de las élites no debería sorprender. Las familias de ingresos bajos y medios en Francia y otros países industrializados se han enfrentado a una oleada tras otra de alteraciones. Las políticas centristas aceleraron el comercio y el cambio tecnológico, lo que dejó a muchos en apuros. Luego vino la Gran Recesión, inducida por una regulación financiera incompetente. Luego, la pandemia de COVID-19, las medidas draconianas adoptadas para contenerla, y el actual repunte de la inflación.
Las presiones demográficas llevan al límite los sistemas de pensiones, un problema particular en Francia, que tiene uno de los sistemas más generosos del mundo, lo que llevó a Macron a proponer un rápido aumento en la edad de jubilación. La lucha contra el cambio climático significa energía más cara, lo que representa otra amenaza para el nivel de vida de aquellos sin seguridad económica. Los impuestos a los combustibles de Macron precipitaron las protestas de los “chalecos amarillos” en el 2018.
En muchos casos, los formuladores de política centristas causaron o agravaron estos problemas. Entonces, ¿por qué esperan que se confíe en ellos para resolverlos? Sin duda, las respuestas de los populistas de extrema izquierda o extrema derecha empeorarían las cosas, pero, por contraproducentes que sean, al menos estos planes reconocen que las quejas son legítimas.
Ayuda que las políticas de los populistas sean encantadoramente simples. Mélenchon y Le Pen también rechazan las excusas impopulares frente a la inacción: perciben los obstáculos institucionales a sus planes (sobre todo, las obligaciones con la UE) como antidemocráticos.
En todos estos aspectos, los centristas tecnocráticos como Macron están en desventaja. Con razón, se preocupan por las concesiones, las limitaciones y las complicaciones. Esto hace que una buena política sea difícil de diseñar y aún más difícil de defender. Lo que ayuda a explicar los errores característicos del antipopulismo reflexivo: impaciencia, exasperación y (especialmente cuando se trata de la variedad chovinista) condescendencia. “Sabemos lo que es bueno para usted, pero usted no”.
Los votantes se sienten atraídos por el populismo en primera instancia porque se sienten ignorados. Es poco probable que irrespetarlos los seduzca.
El caso de Francia es aún más sorprendente porque Macron es un centrista inusualmente inteligente. Construyó un movimiento político de la nada, reconoció su vulnerabilidad elitista y a menudo ha tratado de abordarla. Tras las protestas de los chalecos amarillos se embarcó en una gira para “escuchar” y busca sacarse fotos con la gente común y corriente. Incluso dijo que cerraría (bueno, reduciría y renombraría) l’École Nationale d’Administration, una institución educativa para burócratas de élite donde él y muchos otros políticos franceses aprendieron el arte de gobernar.
Lamentablemente, ninguno de estos gestos parece tan auténtico como los comentarios que hizo al inaugurar la Station F, un campus de startups construido en un antiguo depósito de carga: “Una estación de tren”, dijo, “un lugar donde uno se encuentra con personas exitosas y con personas que no son nadie”.
Macron tiene en mente las políticas correctas, en general. Pero haría bien en recordar que el Gobierno está para servir al país, no al revés.
Ante la oponente de Macron, la elección de los franceses en la segunda vuelta de las presidenciales de este fin de semana es clara. No obstante, el centro sería más fuerte —y no solo en Francia— si contrarrestara el populismo tóxico con un populismo propio y sincero.