Por Clara F. Marques
Oficialmente, el expresidente izquierdista Luiz Inácio Lula da Silva ganó el domingo la primera ronda de la tensa carrera presidencial de Brasil con un 48% de los votos. Pero, en realidad, el actual líder Jair Bolsonaro fue quien salió victorioso, superando las predicciones de los encuestadores e impulsado por el éxito de varios aliados en el Congreso y los gobiernos estatales, que demostraron el resiliente apoyo a su programa de extrema derecha.
En términos absolutos, obtuvo más votos que hace cuatro años, cuando finalmente triunfó como un candidato con pocas probabilidades.
El inesperado éxito de Bolsonaro, un segundo aire, sugiere que el camino hacia la segunda vuelta del 30 de octubre será difícil. E incluso si es derrotado, como todavía parece probable dadas las altas tasas de rechazo entre los votantes, parece que el bolsonarismo perdurará más que él.
Lula, quien dirigió Brasil entre el 2003 y 2010, ha sido el protagonista de un increíble retorno en los últimos meses. La semana pasada, las encuestas sugerían la posibilidad de una victoria absoluta para el expresidente en primera vuelta, algo que solo ha ocurrido dos veces antes.
Ese resultado habría sido particularmente notable: si bien el extrabajador metalúrgico puede confiar en una popularidad perdurable entre los segmentos más pobres de la población, que lo asocian con un período de abundancia, a otros les desagrada profundamente y lo culpan de arrastrar a Brasil a una intriga de sucias investigaciones de corrupción (pasó tiempo en la cárcel, pero sus condenas fueron posteriormente anuladas).
Finalmente, no logró la hazaña esperada. En lugar de ampliar lo que los encuestadores brasileños llaman la “boca del caimán”, o la diferencia entre ambos, esta se estrechó. Lula se colocó dentro de los márgenes de error de los pronosticadores y se puso al frente, lo que sigue siendo notable para un país donde ningún presidente en ejercicio ha perdido aún su candidatura a la reelección.
El expresidente ganó Minas Gerais, un estado que sirve como barómetro, ya que ahí han ganado todos los candidatos que finalmente han triunfado en las elecciones. Sin embargo, la carrera entre los dos favoritos –una elección, para muchos, entre opciones indeseables– resultó incómodamente reñida.
El “voto envergonhado”, o “voto avergonzado” oculto, benefició a Bolsonaro en regiones populosas como São Paulo, mientras que los candidatos menores y la baja participación le restaron ventaja a Lula. Aunque votar en Brasil es obligatorio, más de uno de cada cinco brasileños elegibles no votó; se trata de la tasa de abstención más alta para esta etapa desde 1998.
Ahora Lula entra en la recta final de la campaña a la cabeza, pero a la defensiva. La capacidad de Bolsonaro de empujar la votación a una segunda vuelta desafiando las encuestas, por el contrario, le ha dado una razón adicional para cuestionar los pronósticos oficiales. Ya ha asegurado haber “derrotado una mentira” el domingo. Así, empoderado, hará lo que pueda para ganar terreno, crear problemas, o ambas cosas, especialmente si el resultado de la segunda ronda resulta ajustado y las fuerzas de seguridad le son leales.
Hoy es difícil no estar ansioso por el destino de la democracia más grande de América Latina y la economía más fuerte de la región.
Obviamente, Bolsonaro –un hombre que ha tenido dificultades para cumplir sus promesas de reforma económica, que tuvo mal manejo de una pandemia que cobró casi 690,000 vidas y que sembró profundas divisiones con sus desvergonzadas tendencias autoritarias– todavía tiene una oportunidad. Los candidatos no tienden a recuperarse después de perder la primera ronda de votación. Pero esta carrera es inusual, y Bolsonaro buscará ampliar el apoyo redoblando las acusaciones de corrupción.
De hecho, la única certeza de cara a las próximas cuatro semanas es que el discurso amargo, la violencia de campaña y las amenazas de desafío empeorarán. Ya a última hora del domingo, los partidarios del actual presidente lanzaban acusaciones sin fundamento de fraude y delito en las redes sociales, mientras que él mismo volvió a insinuar la supuesta lealtad de Lula con la extrema izquierda, incluida Venezuela.
“Entiendo el deseo de cambio”, dijo el presidente después de la votación, proclamando su confianza en una victoria. “Pero, en esta segunda vuelta mostraremos [a los votantes] que el cambio que buscan podría ser para peor”.
Luego está la sólida participación de exministros de alto perfil y aliados populistas de Bolsonaro en el Congreso y a nivel estatal, lo que sugiere que su tipo de política conservadora trumpiana de extrema derecha perdurará.
Ha desplazado a una derecha más moderada en Brasil, lo que reduce las posibilidades de los profundos cambios económicos estructurales que necesita el país, imposibles sin una amplia alianza (esto no fue del todo una repetición del 2018: aunque su hijo Eduardo Bolsonaro ganó la reelección a la Cámara de Diputados, pasó de más de 1.8 millones de votos, un récord, a menos de la mitad de eso). Incluso si Lula finalmente gana, la sólida participación en el Congreso para el partido del presidente pondrá a prueba su temple parlamentario.
Sin embargo, quizás el detalle más preocupante del domingo fue el alto nivel de apatía y descontento. Entre los que votaron, hubo más personas que votaron en blanco o nulo que las que respaldaron a la candidata que quedó en tercer lugar, Simone Tebet.
Es fácil exagerar el pesimismo. Todas las elecciones en Brasil desde la llegada de la democracia han sido una hazaña espectacular, ya que esta vasta nación vota e informa los resultados en cuestión de horas. Durante meses, instituciones democráticas como el Supremo Tribunal Federal han demostrado ser baluartes contra el aventurerismo presidencial, y aliados dentro y fuera de Brasil se han expresado de manera tranquilizadora. En las primeras horas posteriores a la votación, al menos, los candidatos se comportaron con decoro.
Pero la verdadera carrera comienza ahora.