Por Hal Brands
La farsa de las elecciones del domingo en Nicaragua, en las que el presidente Daniel Ortega se postuló casi sin oponentes después de vetar o encarcelar a la mayoría de ellos, puede servir como el ejemplo más atroz del autoritarismo progresivo en América Latina. Sin embargo, Brasil, un país mucho más grande e importante, también se encamina hacia una crisis política. Y la historia de América Latina demuestra que si Brasil sufre un colapso democrático, los efectos podrían extenderse mucho más allá de sus fronteras.
El sistema democrático de Brasil es relativamente joven, emergió en 1985 después de dos décadas de Gobierno militar, y es relativamente frágil. En aras de la paz social, el país evitó en gran medida tener en cuenta los crímenes perpetrados por las fuerzas armadas cuando ocuparon el poder. Actualmente, el control civil de las fuerzas armadas sigue siendo más tenue que en las democracias de América del Norte y Europa.
Además, la delincuencia desenfrenada ha provocado una inseguridad pública generalizada, que puede traducirse fácilmente en simpatía por el Gobierno autoritario. Recientemente, el desempeño económico decepcionante, la corrupción y la respuesta fallida a la epidemia del COVID-19 se sumaron a las tensiones.
En los últimos días, el presidente populista, Jair Bolsonaro, ha coqueteado con la idea de pedir una intervención militar en la política del país; una mayoría de brasileños cree que busca dar un golpe. Adicionalmente, el mandatario ha socavado la separación de poderes, declarando que ya no respetaría las sentencias del Tribunal Supremo. También ha seguido las mismas tácticas del expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, al afirmar, de manera engañosa, que el sistema electoral no es digno de confianza, avivando el odio hacia sus enemigos políticos.
Por todo esto, la democracia de Brasil está “en grave peligro” de colapso, escribe el politólogo Oliver Stuenkel. La posible reelección de Bolsonaro en el 2022 podría degradar aún más las instituciones del país y llevarlo por el camino de la autocracia, una situación similar a la que sucedió en Venezuela.
Si pierde y se niega a aceptar la derrota, podría seguir la violencia, en una escala mucho mayor a la insurrección del 6 de enero en el Capitolio de Estados Unidos. Incluso si cede el poder a regañadientes, los demagogos futuros podrían emular sus tácticas. Las ofertas fallidas por la autocracia a veces conducen a otras exitosas.
Eso no es solo un problema para Brasil. Como explicó el académico Samuel Huntington hace tres décadas, los cambios de tipo de régimen en un país a menudo tienen efectos de bola de nieve en otros.
Los aspirantes a reformadores democráticos obtienen esperanza y energía de los avances políticos en los países vecinos. También pueden recibir un apoyo tangible de una nueva democracia que cree que será más segura si está rodeada de otras. Por tanto, la democratización llega a convertirse en un círculo virtuoso, pero, según la misma lógica, los colapsos democráticos pueden dar inicio a uno más cruel.
El pasado de Brasil lo demuestra. Cuando en la década de 1980 la nación regresó a la democracia, fue parte de un despertar en toda la región. Reformadores democráticos en Argentina, Uruguay y Brasil se veían mutuamente como aliados contra las fuerzas antiliberales en sus propias sociedades.
El Gobierno brasileño ayudó a proteger las transiciones políticas en países como Paraguay, colocando a la democracia en el centro de instituciones regionales como el pacto comercial del Mercosur. El compromiso de Brasil con la democracia tuvo efectos internacionales.
Sin embargo, durante la era anterior de la dictadura, Brasil fue un baluarte de la autocracia regional. El golpe de 1964 fue parte de una serie de tomas de poder militares en América Latina, provocadas por el temor al comunismo, el bajo rendimiento económico y la inestabilidad política. El régimen militar de Brasil actuó como si su propio bienestar requiriera apoyar a Gobiernos amigos y derrocar a los amenazadores.
La Junta brasileña apoyó a los grupos de derecha que desestabilizaron al Gobierno socialista electo de Salvador Allende en Chile. Podría decirse que en el golpe que finalmente derrocó a Allende, la política brasileña tuvo un impacto mayor que la estadounidense.
En 1971, Brasilia trasladó tropas a la frontera con Uruguay en un acto flagrante de intimidación electoral, cuando parecía que la coalición de izquierda podría ganar allí la votación. Ese mismo año, los operativos brasileños también ayudaron a organizar un golpe de Estado en Bolivia, y más tarde, Brasil participaría en la Operación Cóndor, una iniciativa liderada por Chile para encontrar, encarcelar y matar a los opositores políticos de las dictaduras sudamericanas.
La lógica de la política de la Guerra Fría significaba que Washington estaba lo suficientemente feliz de tener un régimen brasileño de derecha vigilando Sudamérica.
“Ojalá estuviera gobernando todo el continente”, dijo Richard Nixon sobre el presidente brasileño Emilio Garrastazu Medici. Hoy, los efectos podrían no ser tan bienvenidos, a medida que los gobiernos autoritarios a menudo buscan apoyo en China y Rusia, y la democracia experimenta una recesión mundial.
Efectivamente, un colapso brasileño podría ser particularmente dañino dado que la democracia está pasando actualmente apuros en gran parte de América Latina. Venezuela y Nicaragua están sumidos en una tiranía absoluta; en tanto que El Salvador está dirigido por el autoproclamado “dictador más ‘cool’ del mundo”.
Elecciones disputadas y trastornos violentos han plagado a países desde el Caribe hasta los Andes. La insatisfacción popular con la democracia aumentó, en toda la región, de un 51% en el 2009 a un 71% en el 2018, según una encuesta de Latinobarómetro. Los traumas económicos, sociales y políticos provocados por el COVID-19 podrían continuar en los próximos años.
Mientras tanto, China y Rusia aumentan su papel en América Latina, utilizando herramientas, desde la venta de tecnología de vigilancia hasta el apoyo diplomático a gobernantes autocráticos, que están empujando a la región en la dirección equivocada.
Brasil, como siempre, será un referente regional. Si su fracturada oposición logra cerrar filas para derrotar a Bolsonaro y reforzar un Gobierno representativo, las fuerzas democráticas de América Latina recibirán un impulso. Si, por el contrario, el retroceso político del país continúa, los beneficiarios serán los actores antiliberales en toda la región. Tenemos que tener muy presente que lo que pasa en Brasil, no se queda solo en Brasil.