Por Shannon O’Neil
Los líderes de la izquierda latinoamericana celebraron en diciembre la elección de Gabriel Boric en Chile, mientras que los inversionistas se replegaron, provocando la caída de la moneda y la bolsa del país. Sin embargo, Boric tiene la oportunidad de sorprender a ambos bandos, trazando un camino político de izquierda diferente.
En lugar de vender el populismo económico de Argentina o Brasil o el dogma autoritario de Venezuela, Cuba o Nicaragua, Boric podría crear un país más progresista y un estado de bienestar inclusivo. Cambiar el modelo económico neoliberal de Chile por uno socialdemócrata lo pondría en la trayectoria de otros países de altos ingresos, beneficiando a los chilenos, haciendo que el crecimiento sea más estable y sostenible y creando un nuevo paradigma para que sus vecinos lo sigan.
Chile ha experimentado un auge económico desde su regreso a la democracia en 1989. Tres décadas de políticas neoliberales favorables al mercado, que incluyen la privatización de las obras públicas, la reducción de las barreras comerciales y la desregulación de los mercados de capitales, estimularon la inversión extranjera y nacional y el crecimiento económico.
Este modelo llevó el ingreso per cápita desde menos de US$ 2,300 en 1989 a más de US$ 15,000 en la actualidad (y US$ 25,000 si se mide por la paridad del poder adquisitivo, o PPA), lo que convierte a Chile en una de las pocas naciones latinoamericanas que ha pasado de ingresos medios a altos en la clasificación del Banco Mundial.
Entonces, ¿por qué un número récord de chilenos votó por un candidato que prometió “enterrar” el neoliberalismo? Porque mientras Chile se enriquecía, no se volvía más generoso. El gasto social desde 1990 se ha mantenido en torno al 10% del producto interno bruto, aproximadamente la mitad del promedio de los 38 países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Peor aún, la estructura de muchos programas públicos creó un sistema escalonado que proporciona un servicio diferente y muchas veces mejor a las clases media y alta.
Por ejemplo, la educación. Para empezar, Chile no gasta lo suficiente por niño, situándose muy por detrás de la mayoría de sus pares de la OCDE. Su sistema de subvenciones permite, en teoría, a los padres y a los alumnos elegir cualquier escuela. Pero las escuelas están agrupadas en barrios ricos, creando barreras geográficas para los menos favorecidos.
Muchos colegios privados reciben subvenciones, pero también cobran cantidades adicionales, lo que los deja fuera de su alcance económico. Y la falta de formación de los profesores y de planes de estudio coherentes se traduce en una enseñanza desigual y de baja calidad, sobre todo en las escuelas públicas con menos recursos, que tienen menos posibilidades para contratar y despedir a los profesores. Esta situación deja en desventaja a los niños más pobres.
La salud en Chile presenta problemas similares de desigualdad en el acceso y la atención. El gasto global es mínimo, un tercio menos que el promedio de la OCDE. Y aunque Chile ofrece por ley salud universal, la realidad es que los que tienen dinero reciben un mejor trato. La clase alta canaliza su cotización obligatoria hacia un sistema privado mejor financiado, mientras que las dos terceras partes de los chilenos con menos recursos pagan por un sistema público.
Al igual que ocurre con la educación, el desvío de los más ricos y sanos a los proveedores privados deja al Estado con menos recursos para los más necesitados y enfermos.
El célebre sistema privado de pensiones de Chile también perjudica a sus ancianos. Ha ampliado y profundizado los mercados de capitales del país, ya que los fondos de pensiones chilenos administran más de US$ 200,000 millones, aproximadamente el 80% del PBI. Pero no proporciona “seguridad social”. El 80% de los jubilados no ahorra lo suficiente para evitar la miseria.
El problema es estructural: las cuentas individuales distribuyen el riesgo temporal a lo largo de la vida de una persona; no reparten el riesgo entre toda la sociedad. Sin ninguna redistribución, los trabajadores que ganan el salario mínimo nunca podrán ahorrar lo suficiente para tener una jubilación adecuada (sin considerar las elevadas comisiones cobradas, especialmente en los primeros años del sistema, que convirtieron a las administradoras privadas de fondos de pensiones, las AFP, en el brazo más rentable de la industria financiera del país).
Los países europeos, Estados Unidos, Japón y otras democracias de mercado de altos ingresos crearon y ampliaron sus estados de bienestar mucho antes de que alcanzaran los niveles de ingresos per cápita de los que goza Chile en la actualidad. El presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt introdujo la Seguridad Social y el seguro de desempleo cuando los ingresos promedio en Estados Unidos eran de poco más de US$ 1,000 (menos de 10,000 en dólares de hoy), y no mucho más en términos reales cuando Lyndon B. Johnson introdujo Medicare en 1965.
La Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial amplió enormemente los sistemas públicos de salud, pensiones, discapacidad y otras compensaciones a los trabajadores a fines de las décadas de 1940 y 1950, cuando los ingresos per cápita también eran inferiores a US$ 10,000. A medida que Japón ascendía en la escala socioeconómica, ampliaba enormemente los programas sociales públicos.
Durante la década de 1970, cuando el PBI per cápita de Japón era muy inferior al de Chile en la actualidad, duplicó el gasto social como porcentaje del PBI. Estos gastos aumentaron la productividad de los trabajadores (menos personas de la población económicamente activa se mantuvieron fuera de la fuerza laboral cuidando a los ancianos, los jóvenes o los enfermos) y mejoraron la estabilidad política, alimentando un crecimiento económico más sostenible a largo plazo.
El modelo neoliberal de Chile ayudó a la nación a ascender en la escala socioeconómica. Pero como evidencian las protestas del 2019 y los resultados de las elecciones del 2021, ese modelo no puede mantenerlo arriba. Las desigualdades económicas imperantes dejan a la nación demasiado frágil políticamente para mantener la estabilidad y el crecimiento económico. Incluso el Fondo Monetario Internacional ahora cree que el gasto del Gobierno no frena, sino que estimula, la inversión privada, favoreciendo un Estado más grande en lugar de uno más pequeño.
Por supuesto, si el Gobierno de Boric o la Convención Constitucional resultan ser más socialistas que socialdemócratas, los detractores tendrán razón. Pero hasta ahora, no ha mostrado cariño por la izquierda autoritaria de la región, criticando a Nicaragua, Cuba y Venezuela. Y sus propuestas económicas pretenden proporcionar a los chilenos los servicios y ayudas gubernamentales que los ciudadanos de otros países de altos ingresos llevan tiempo exigiendo y recibiendo.
Para que Chile vuelva a prosperar, necesita cambiar su forma de pensar y, sobre todo, su gasto público. Un Estado mínimo ya no traerá estabilidad a largo plazo para los inversionistas, las empresas o sus habitantes. Chile se graduó con éxito en la categoría de ingresos altos. Sus políticas deben ponerse al día. Y si Boric tiene éxito y lo hacen, el nuevo presidente de Chile habrá creado un nuevo modelo para la izquierda latinoamericana, uno basado en la inclusión económica y política que crea economías y democracias más sólidas en toda la región.