La socialdemocracia es la respuesta. La pregunta es cómo brindar bienestar inclusivo y general a los aproximadamente 650 millones de personas en América Latina y el Caribe. Pese a una larga historia de lucha social y revolución, Gobiernos sucesivos de diversas tendencias ideológicas en toda la región no han realmente logrado ofrecer a sus ciudadanos los derechos y oportunidades encarnados en sus mitologías nacionales igualitarias.
Las estrategias de desarrollo orientadas hacia el país y dirigidas por el Estado se derrumbaron, dando paso a reformas favorables al mercado bajo la égida del “consenso de Washington” neoliberal.
Pero estas tampoco cumplieron su cometido. La democracia, adoptada casi universalmente tras las sangrientas dictaduras militares que prevalecieron desde la década de 1960 hasta la de 1980, tampoco logró que la mayoría de los latinoamericanos tuvieran una vida digna.
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Las consecuencias actuales son obvias: disturbios en Perú, el intento de toma de la sede del Gobierno de Brasil por seguidores del expresidente Jair Bolsonaro, el giro político en Chile, el torbellino político en el período previo a las elecciones presidenciales en Argentina, la violencia que empuja a miles de personas a emigrar de Centroamérica, Haití y Venezuela.
La socialdemocracia es la solución. Pero decirlo no nos lleva muy lejos. Simplemente plantea una nueva pregunta: dada la evidencia de su éxito, ¿por qué América Latina no lo ha intentado?
En los años de la posguerra del siglo XX, las democracias de Europa occidental construyeron Estados sobre la redistribución financiada con impuestos y el seguro social para sustentar una envidiable estabilidad social y política.
Desde Escandinavia hasta el Mediterráneo, el acceso universal a los servicios de salud y pensión por vejez, el cuidado de los niños y la asistencia para la vivienda financiados por el Gobierno mitigaron con éxito la desigualdad generada por los mercados y sentaron las bases para un contrato social bastante sólido.
En América Latina, por el contrario, la redistribución no funcionó. Las élites económicas de derecha se opusieron ferozmente y la izquierda la descartó al percibirla como una desviación del programa revolucionario que prometía una utopía a los trabajadores.
Por lo tanto, la redistribución rara vez ha sido más que una ocurrencia tardía. En muchos países latinoamericanos, la desigualdad no es mucho más profunda que la de Europa, antes de los impuestos y los beneficios gubernamentales. Pero el sector público no hace casi nada para cerrar la brecha.
Gobiernos de la región han introducido de vez en cuando nuevos programas de redistribución, como “Bolsa Familia” en Brasil, que inició durante la primera Administración del presidente Luiz Inácio Lula da Silva, que proporcionó, en promedio, US$35 al mes a unos 13 millones de familias de ingresos bajos. Si bien han sido eficaces en la lucha contra la pobreza, su objetivo es limitado y se ha demostrado que son políticamente vulnerables.
¿Qué hacer con estas observaciones? Un grupo de intelectuales latinoamericanos (académicos, expertos, legisladores de Gobiernos pasados y presentes) vienen lidiando con estas preguntas, tratando de presentar una propuesta para comenzar a construir Estados benefactores en todo el hemisferio occidental (confieso que he participado en varias de sus reuniones).
Su proyecto, realizado bajo los auspicios del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y divulgado el mes pasado en medios mexicanos, incluye ideas valiosas para superar algunos de los obstáculos idiosincrásicos de América Latina.
Hablemos de la informalidad. Un trabajador típico en América Latina pasará la mitad de su vida laboral en el sector informal, fuera del sistema contributivo de impuestos sobre la nómina que se utiliza para financiar las pensiones y otros elementos del seguro social en la mayor parte del mundo. Además, el 90% de los empleadores tienen cinco empleados o menos, lo que les dificulta financiar el seguro por desempleo.
Lo que se necesita, escribe el economista mexicano Santiago Levy, es “generar una nueva arquitectura de protección social basada en un principio de universalidad” para cubrir los servicios de salud y pensión de todos, así como los seguros por invalidez, muerte y desempleo. Los beneficios no pueden vincularse al historial del empleo.
Además, los autores proponen priorizar la financiación gubernamental para la economía del cuidado. Citan estimaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe de la ONU que indican que el trabajo no remunerado en el cuidado de niños, enfermos y ancianos —que en su gran mayoría lo realizan las mujeres— asciende a entre el 16% y el 25% del PIB. Esto no solo es desigual, sino que aleja a un gran número de trabajadores productivos de la fuerza laboral formal.
Este esfuerzo es un punto de partida interesante. Y, sin embargo, la limitación quizás inevitable de la propuesta es que no puede superar el desafío político más relevante para proporcionar un seguro social y construir verdaderos Estados benefactores en América Latina: la necesidad de pagarlo.
No será barato. “Es una ilusión pensar en construir Estados benefactores sólidos con cargas tributarias por debajo de 30 puntos del PIB”, escriben los autores del informe del grupo, el excanciller mexicano Jorge Castañeda, el politólogo Gaspard Estrada y Carlos Ominami, exministro de Economía de Chile.
Tal vez eso no sea mucho, en comparación con el 34% del PIB recaudado, en promedio, en las naciones industrializadas de la OCDE. Pero es más de lo que la mayoría de los Gobiernos latinoamericanos están acostumbrados a recaudar.
En promedio, el recaudo de impuestos en América Latina asciende al 23% del PIB, escriben los autores. E incluso a los Gobiernos de izquierda que han llegado al poder en toda la región en los últimos años se les dificulta recaudar más.
Hablemos de Chile. Al asumir la presidencia con la promesa de enterrar el neoliberalismo y reavivar la solidaridad, el Gobierno de Gabriel Boric propuso al Congreso un proyecto de ley que aumentaría los ingresos del Gobierno —que ascienden al 22% del PIB— en otros 3,6 puntos, para financiar una red de seguridad más generosa. El Congreso se opuso.
En Colombia, el nuevo Gobierno de izquierda de Gustavo Petro logró que el Congreso aprobara un paquete fiscal, pero solo para recaudar otro 1.3% del producto interno bruto. En México, el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador ni siquiera lo está intentando: los ingresos tributarios son casi los más bajos entre los principales países latinoamericanos y el presupuesto es quizás el más ajustado del mundo.
Puede que la agitación en América Latina ayude a liberar a la región de su frugalidad. Después de todo, desde Otto von Bismark, la creación de la seguridad social en todo el mundo ha sido motivada en gran medida por el temor de los conservadores a la agitación política.
Hoy, la principal amenaza a la democracia proviene de la derecha populista. Pero el argumento se sostiene: si los trabajadores tienen acceso a atención médica, es posible que no exijan una revolución. Asegurar un pacto social estable puede ser algo por lo que las élites económicas estén dispuestas a pagar.
“La democracia latinoamericana está en deuda con las sociedades que la construyeron”, escriben Castañeda, Estrada y Ominami. Su supervivencia requiere que se absuelva esta deuda.
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