Se acerca la temporada alta de quemas en la Amazonía colombiana.
Cerca del corregimiento El Capricho en el sur del país, las vacas pastan entre troncos de árboles en una franja de la selva tropical hecha pedazos. Un terreno que se nota fue arrasado hace menos tiempo parece descascarado, lleno de ramas que esperan el ardor del fuego.
Si hay clima seco en las próximas semanas, se iniciarán incendios para despejar la tierra aserrada con motosierra para que pueda convertirse en pasto, dijo Angélica Rojas, una ambientalista local.
Gran parte de la atención del mundo se centra en el lamentable historial de Brasil en términos de protección de la selva tropical; sin embargo, en la vecina Colombia, franjas de la Amazonía se están convirtiendo en un mosaico de partes de selva intercaladas con amplias fincas ganaderas.
A diferencia de Brasil, esto no resulta de la aprobación tácita de las autoridades; es la consecuencia involuntaria de un acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las guerrillas marxistas que ha acelerado la deforestación.
A pocos minutos subiendo por un camino destapado desde El Capricho, en el departamento del Guaviare, se encuentra un asentamiento ocupado por unos 200 combatientes desmovilizados y sus familias. Solían ser la ley en todo el territorio; ahora pasan sus días criando cerdos y produciendo miel.
Al dejar las armas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, abrieron inadvertidamente la región a aquellos que quieren apropiarse terrenos y a ganaderos que están arrasando el bosque a un ritmo récord.
El año pasado se destruyeron 140,000 hectáreas de la Amazonía colombiana, lo que equivale a unos 20 campos de fútbol cada hora, según datos recopilados por la Universidad de Maryland. Eso es más del triple del nivel en el 2015, el año antes de que las FARC acordaran dejar de lado medio siglo de combates.
El cinturón de tierra donde los cálidos pastizales ganaderos de Colombia se unen con la selva tropical era el corazón de las FARC, donde muchos de sus altos mandos tenían su base.
Estos guerrilleros, que alguna vez fueron esquivos, ahora son toda una escena familiar; suben y bajan por los caminos embarrados cerca de El Capricho en motocicletas, comprando alimentos y llevando a sus hijos a citas médicas.
Antes del acuerdo de paz, imponían castigos a la comunidad agrícola local por violar sus reglas. Los delitos que consideraban especialmente graves, como espiar para el Ejército, se castigaban con la pena de muerte.
La presencia de una guerrilla muy temida y con inclinación al secuestro fue un freno a la actividad económica de todo tipo, incluida la ganadería (ambientalmente catastrófica) que ahora está en auge. Además, las FARC impusieron la prohibición de talar árboles sin permiso y se tomaron en serio su cumplimiento.
Por deforestación no autorizada, se podía multar a una persona u obligarle a realizar trabajo comunitario como la reparación de caminos, dijo Julián Gallo, antiguo miembro del consejo gobernante de las FARC compuesto por siete miembros.
La defensa de la Amazonía por parte de las FARC no fue simplemente impulsada por un deseo altruista de preservar el hábitat de jaguares, tapires y ranas arborícolas.
La selva ocultaba al Ejército sus movimientos y la abundancia del bosque servía como banco de alimentos estratégico, dijo Gallo en una entrevista telefónica. Agregó que lograban sobrevivir durante largos períodos de operaciones militares con bloqueos económicos gracias a las reservas de pescado y carne silvestre. Gallo ahora tiene un escaño en el Senado según los términos del acuerdo de paz.
Después de que Gallo y sus compañeros entregaron sus armas, el Gobierno no ejerció el mismo grado de autoridad sobre la región amazónica. El gobierno de las FARC no fue sustituido por el control de Bogotá, como se prometió; fue reemplazado por algo más cercano a la anarquía.
Una unidad del Ejército local describió el área alrededor de El Capricho como una “zona roja”, debido a la presencia de grupos armados ilegales, y desaconsejó viajar allí el mes pasado. Varios agentes de la Policía resultaron heridos cerca de la ciudad en un ataque.
Aproximadamente una décima parte de la Amazonía está en Colombia, donde ha sufrido menos daños que en Brasil, al menos hasta ahora. Del 2001 al 2019, Colombia perdió el 2.7% de su selva tropical, mientras que Brasil perdió el 7%, según datos compilados por la ONG Rainforest Foundation Norway.
En el 2019, el Gobierno del presidente Iván Duque lanzó la Operación Artemisa, que lleva el nombre de la diosa griega de la naturaleza, que involucra a más de 20,000 soldados y agentes de la Policía en una ofensiva contra los delitos ambientales.
En la cumbre climática COP26 en Glasgow el mes pasado, Duque se comprometió a proteger los bosques de Colombia y aseguró que el 30% del territorio de la nación quedaría cobijado por el estado de protección para el próximo año.
Grandes extensiones de Colombia ya tienen ese estatus. Sin embargo, el estado de protección no ha impedido que destruyan su cubierta forestal y la llenen de ganado.
Parte de la culpa se puede atribuir a los llamados disidentes de las FARC, que se desilusionaron con el proceso de paz y regresaron al conflicto. A falta de control estatal, crecieron rápidamente, su expansión impulsada por las ganancias del tráfico de cocaína.
Si bien las antiguas FARC mantuvieron a raya la agricultura a gran escala, la explosión de la ganadería en la Amazonía les da a los disidentes la oportunidad de obtener más dinero a través de la extorsión. Y dado que se mueven en grupos más pequeños que las FARC, tienen menos necesidad de cobertura forestal.
La cantidad de ganado en ocho zonas clave donde la Amazonía está sufriendo altos niveles de deforestación casi se duplicó a 2.1 millones el año pasado desde el 2016, según un estudio del grupo ambientalista de Rojas, la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible.
El año pasado, ambientalistas en partes de la Amazonía comenzaron a recibir amenazas de muerte en panfletos que supuestamente eran de los disidentes de las FARC.
Estas amenazas no deben tomarse a la ligera: 65 defensores del medio ambiente fueron asesinados el año pasado en Colombia, la mayor cantidad de cualquier país del mundo, según un informe de Global Witness, una ONG con sede en Londres.
La ganadería es un medio favorito para el lavado de las ganancias del contrabando de drogas, debido a sus transacciones en efectivo y la falta de trazabilidad, dijo Juan Ricardo Ortega, exdirector de la DIAN, la agencia tributaria de Colombia.
En Guaviare, los lugareños dicen que algunas de las fincas más grandes son propiedad de traficantes de cocaína, aunque sus nombres generalmente no aparecen en ningún documento de propiedad.
Ciertamente, la coca, la materia prima para la fabricación de cocaína, solía ser la principal fuente de ingresos para el área alrededor de El Capricho. Los lugareños la soltaron bajo los términos del acuerdo de paz, pero dicen que la asistencia financiera prometida no apareció.
Como resultado, “los agricultores se han adentrado más en el bosque para talar más árboles y plantar más” coca, dijo Richar Ortiz, él mismo un excocalero que ahora vende helados en una hielera atada a una motocicleta.
El mayor daño, sin embargo, lo hace la creciente demanda de carne vacuna, según Pedro Arenas, excongresista del Guaviare que fundó la ONG Viso Mutop para promover el desarrollo sostenible.
En noviembre, el Ministerio de Agricultura anunció que Colombia había superado los obstáculos regulatorios para comenzar a exportar ganado vivo a Arabia Saudita, y la demanda adicional impulsará los precios en todo el país, comentó.