Hace algunos años en una conferencia, se me acercó alguien que me preguntó, “¿Éxito o fracaso?”, cuando le dijeron que yo era vendedor de renta variable con más de 30 años de experiencia. Cuando comencé en el corretaje bursátil, cualquiera con más de 50 años de edad tenía aire de derrotado. Si no había hecho dinero suficiente para jubilarse, era visto como perdedor. Pues bien, sigo aquí y no estoy solo; hoy en día hay muchas más canas en las oficinas de ventas.
No es el único cambio. Los ingresos por negociación bursátil se han reducido debido a la regulación y la nueva tecnología. La forma en que se paga a analistas y vendedores es distinta que antes. Pero la principal diferencia está en el tipo de conversaciones que tengo y con quiénes las tengo. Hace 20 años, casi no hablaba con la gente que hace transacciones de “dinero rápido”, pero ahora lo hago casi todo el día. Los precios de las acciones son fijados en el margen y el comprador-vendedor marginal es el administrador de fondos de cobertura.
Estos fondos están detrás de buena parte del reciente drama en el mercado, desencadenado tras la sesión de la Reserva Federal de hace dos semanas. La perspectiva de un ajuste a la política monetaria hizo que tales fondos vendan acciones caras (de “crecimiento”), notoriamente de empresas tecnológicas, cuyas utilidades se espera que sean perdurables en un futuro –por eso tienen una mayor tasa de descuento–. Así, los precios de las acciones tecnológicas cayeron y, al mismo tiempo, muchos fondos compraron acciones baratas (de “valor”).
Yo me he especializado en un sector que está sintiendo presiones para vender, pero la mayoría de mis clientes de fondos de cobertura negocian a un nivel más granular. Quieren apostar por los títulos más resilientes que tengo disponibles y en contra de los que flaquearán. Lo que importa para tales negociadores es que a sus adquisiciones “largas” les vaya mejor que a las “cortas”. Su horizonte de inversión no es semanas sino días, y no años sino meses. Hay muchos de estos fondos y eso explica por qué bajo la superficie, el mercado bursátil es tan ruidoso.
Los clientes quieren hablar conmigo porque conozco bien el negocio, dispongo de un buen equipo de analistas que está en contacto con las empresas y hablo mucho con otros inversionistas. Todos manejan la misma información –precios, estados financieros, proyecciones de consenso para utilidades y los “consejos” de las empresas en torno a esas cifras–. Pero los fondos de cobertura intentan anticiparse a los cambios de corto plazo, así que me piden información subjetiva.
Me hacen toda clase de preguntas. ¿Cuán seguro está el director de Finanzas de la empresa X de alcanzar sus metas? ¿Qué tan firmes están los inversionistas respecto de determinado título, lo mantendrían o lo venderían si hay malas noticias? ¿Alguien está pensando en comprar la deteriorada acción de la empresa Y? ¿La empresa X está interesada en adquirir la empresa Y, o todavía está digiriendo su anterior adquisición?
Pero ya nadie me consulta sobre valorización. Cuando oigo a un gerente de un fondo de cobertura decir que un título está barato o caro, las alarmas suenan. Es que usualmente está tratando de influenciar al mercado a través mío.
El comprador solía recompensarnos con jugosas comisiones, pero ahora los agentes de bolsa más grandes permiten a sus clientes negociar directamente a muy bajo costo. Los reguladores insisten en que los clientes nos paguen directamente por la asesoría y lo hacen con una suma fija anual. Mi trabajo es medido por “interacciones”: las llamadas telefónicas que hago, las reuniones que organizo y las peticiones que respondo. Los fondos de cobertura están especialmente ávidos por información, de modo que pagan bien.
El trato del comprador solía ser más amable. Antes de que la inversión pasiva pusiera presión sobre comisiones y desempeño, un necio podía hacer dinero en la administración de fondos. Si lo emborrachabas con regularidad, te asignaba alguna comisión. Aún hablo con clientes cuyo horizonte de inversión es cinco años y no cinco días, pero esas conversaciones son más serias. La regulación ha eliminado los almuerzos con trago, aparte que ahora nadie tiene tiempo para eso.
Y el vendedor es ahora un marcador de cambio cultural. La versión antigua era un tipo con sobrepeso apodado “Matt el gordo” o “Kev el cardíaco”, pero el nuevo modelo es un triatleta. Esa salud mejorada podría explicar por qué ahora hay más agentes casi sexagenarios como yo, aunque más que nada se trata de un efecto de cohorte.
En los 90, cualquiera que leyó “El póquer del mentiroso” (1989) creía que metiéndose en ventas podía volverse millonario. Pero el corretaje de títulos listados en bolsa ha perdido su mística. Hoy, los graduados de Finanzas optan por empleos en capital de riesgo –o en fondos de cobertura–. Mi generación ha permanecido. ¿Éxito o fracaso? He sobrevivido a varias reducciones de personal, tengo un trabajo que disfruto y me pagan bastante bien. Creo que es éxito, ¿no?
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022