La invasión a Ucrania es el tercer gran golpe a la globalización en los últimos diez años. Primero fueron las guerras comerciales de Donald Trump. Luego, la pandemia, que casi paralizó los flujos de capital, bienes y personas. Y ahora, el conflicto armado en el granero de Europa y las sanciones contra Rusia han causado un shock de oferta en la economía mundial. El precio del trigo ha subido 40%, podría haber escasez de gas a fines de año en Europa y ya la hay de níquel.
En todo el mundo, empresas y consumidores están lidiando con cadenas de suministro que han demostrado –otra vez– ser demasiado frágiles para depender de ellas. Encima, el belicismo de Vladimir Putin plantea una pregunta sobre la globalización que es incómoda para los defensores del libre comercio: ¿Es prudente para las sociedades abiertas mantener relaciones económicas normales con autocracias, como Rusia y China, que violan derechos humanos, ponen en riesgo la seguridad y se tornan más amenazantes cuanto más crecen sus economías?
En principio, la respuesta es simple: las democracias deben buscar maximizar el comercio sin poner en peligro la seguridad nacional. Pero en la práctica, es algo difícil de establecer. La guerra de Rusia muestra que es necesario un profundo rediseño de las cadenas de suministro para evitar que países autocráticos hostiguen a los liberales.
Tras la caída del Muro de Berlín, se asumió que el libre comercio y la libertad conquistarían el mundo y se fortalecerían entre sí. Pero en los últimos quince años, la libertad ha estado en retirada: el porcentaje de personas que viven en democracias ha caído por debajo de 50%. En muchas autocracias, entre ellas China y el Medio Oriente, la reforma política parece improbable.
El resultado es una economía globalizada donde tales regímenes representan el 31% del PBI (sin China, el 14%). Una tercera parte de sus exportaciones de bienes se destina a democracias, de las que sale un tercio de la inversión multinacional en autocracias. La invasión rusa ha mostrado a Occidente los peligros de comerciar con adversarios.
Una inquietud es moral. Los negocios con petróleo de los Urales financiaron la represión de Putin y el aumento de su gasto militar. Otra es la seguridad, con Europa adicta al gas ruso y muchas industrias supeditadas a insumos como fertilizantes y metales. Tal dependencia podría fortalecer autocracias y debilitar democracias y exponerlas a represalias en una guerra.
Esta tensión entre la lógica del libre comercio y el respaldo al liberalismo político creará fisuras más profundas. Ya el mundo ha tenido años de caídas del comercio y de los flujos de capital (respecto del PBI). Algunas autocracias podrían buscar desacoplarse más de Occidente. China ve el colapso de la economía rusa como un experimento mal realizado del que aprender antes de considerar hacerle la guerra a Taiwán.
Si bien las autocracias tienen muy poco en común como para formar un bloque económico cohesionado, están unidas en su deseo de reducir la influencia que Occidente tiene sobre ellas, en áreas que van desde tecnología hasta reservas de divisas. Entretanto, la tentación en Occidente es virar hacia un tipo limitado de comercio con aliados militares e incluso hacia el autoabastecimiento.
Un retroceso de Occidente a esferas de influencia que existían en la Guerra Fría o a la autosuficiencia sería un error muy costoso. Alrededor de US$ 3 millones de millones en inversión serían castigados por producción menos eficiente que genere inflación y perjudique los estándares de vida. También sería moralmente dudoso: la globalización ha ayudado a sacar de la pobreza a miles de millones de personas.
Y no impulsará la seguridad de las democracias; las cadenas de suministro se fortalecen con diversificación, no con concentración. En adición, al amurallarse, las democracias ricas se distanciarían de países que no deseen alinearse con Occidente, Rusia y China –y que representan el 20% del PBI mundial y dos tercios de su población–.
Entonces, ¿cómo debería reconfigurarse la globalización? En guerra, tiene sentido romper relaciones comerciales. En paz, la meta debe ser limitar las exportaciones de las tecnologías más sensibles a regímenes antiliberales. Cuando las autocracias tienen el poder de intimidar, como Rusia con su gas, el objetivo no debe ser la autosuficiencia sino exigir a las empresas diversificar proveedores y estimular la inversión en nuevas fuentes de suministro.
Basados en las exportaciones de bienes de autocracias en los que poseen el liderazgo (10% o más del mercado) y es difícil hallar sustitutos, estos puntos de estrangulamiento representan el 10% del comercio global. La lección dada por Putin es que las democracias tienen que cambiar su postura en estas áreas.
La visión de los años 90, de que el libre comercio y la libertad irían de la mano, se ha roto. Los gobiernos liberales necesitan encontrar un nuevo rumbo que combine la apertura y la seguridad, y evite que el sueño de la globalización se termine.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022