Suele decirse que el Gobierno chino planifica con décadas de antelación, mientras que las democracias titubean y cambian de rumbo. Pero en Shanghái no hay mucha evidencia de ingenio estratégico: 25 millones de personas están confinadas en sus departamentos, afrontando tal carencia de alimentos y atención médica que ni los censores pueden ocultar. La política de cero covid se ha convertido en un callejón sin salida.
Es uno de los tres problemas que China enfrenta este año, junto con su economía y la guerra en Ucrania. Y la respuesta a ellos tiene una raíz común: soberbia y pavoneo en público, obsesión con el control en privado, y resultados dudosos. En lugar de ser producto de un Gobierno largoplacista, las acciones de China reflejan un sistema autoritario bajo Xi Jinping con dificultades para calibrar sus políticas o admitir errores.
Este año, todo tiene que seguir el guion. Se espera que en el otoño (boreal), el presidente use el congreso quinquenal del partido Comunista para anunciar un tercer periodo como su jefe, en desafío de las normas y abriendo el camino para un mandato vitalicio. Para que la coronación ocurra sin contratiempos, China debe permanecer estable y exitosa. Pero este último año ha revelado las fortalezas y debilidades del régimen de Xi.
En el caso de la pandemia, desde que el virus fue detectado en Wuhan, China ha aplicado una estrategia de cero covid. Sus fronteras han estado cerradas dos años y los brotes son combatidos con duras cuarentenas y testeos masivos obligatorios, a costa de libertades individuales y penurias para los confinados. Pero los brotes se están haciendo más difíciles de controlar. Además de Shanghái, cinco provincias están parcialmente confinadas, afectando al menos a 150 millones de personas.
No hay una estrategia de salida. El partido no ha preparado al público para vivir con el covid-19 y no ha vacunado a suficiente población vulnerable ni usado dosis más eficaces. Habrá que elegir entre una redoblada campaña de vacunación junto a una última ola de contagios que podría matar a 2 millones de personas, o aislamiento indefinido y repetidos toques de queda. Los confinamientos están perjudicando el crecimiento, amplificando una fallida tentativa de remodelar la economía.
En un intento por implementar lemas difusos como “prosperidad común”, diligentes funcionarios han reafirmado el control estatal e intimidado a los más exitosos emprendedores. El otrora reluciente sector tecnológico está en cuidados intensivos. Tras un aluvión de regulaciones, las diez mayores empresas han perdido US$ 1.7 millones de millones en valor de mercado. Los CEO de Alibaba y Tencent están prohibidos de expandir sus negocios a nuevas áreas.
En semanas recientes, el partido ha intentado dar marcha atrás, pero los inversionistas globales están recelosos. En lugar de las grandes tecnológicas, China espera crear una leal generación de startups que sigan los austeros objetivos del partido. Decenas de miles están siendo constituidas en ciudades del interior con la intención de estar a la vanguardia en robótica, inteligencia artificial y la nube.
Patrióticos inversionistas las están alentando, pero muchas son fiascos o fraudulentas, toleradas por funcionarios que buscan cumplir metas. Un sector tecnológico cuyos incentivos son subsidios y miedo, separado de un sistema de capital de riesgo cada vez más globalizado, tiene la probabilidad de quedarse detrás de la frontera de la innovación.
El tercer problema tiene que ver con Ucrania y la política exterior. Xi se ha puesto del lado de Rusia, conforme a su creencia de que Occidente está en declive. Pero esa postura seguirá dañando sus relaciones con Estados Unidos y Europa, de cuyos mercados depende. Además, la diplomacia china del “lobo guerrero” está fallando. En países avanzados, las percepciones del público sobre China están en su peor nivel en dos décadas. Lo mismo es cierto en algunos países en desarrollo, como India, que teme una agresión china.
Claro que es insensato subestimarla. Su Gobierno centralizado permite que vastos recursos estén concentrados en tareas estratégicas, y la opinión pública puede ser movilizada. El gran tamaño de su mercado doméstico posibilita que sus empresas alcancen economías de escala sin salir afuera —y el potencial de fuertes ganancias siempre tentará a empresas globales y a gobiernos mercantilistas—.
Esas fortalezas permanecen. Pero el sistema chino está adquiriendo nuevos defectos ante la creciente concentración del poder. Mientras más se exalte el estatus de Xi, con miras al congreso del partido, habrá más adulación. Cuando los burócratas compiten para demostrar fervor, la administración se hace menos eficaz; si los funcionarios temen dar su opinión, falla el mecanismo de retroalimentación.
Un test de las perspectivas de largo plazo de China es si podrá cambiar de rumbo. Por ahora, si se piensa que su ascenso es inevitable, basta mirar las desiertas calles de su mayor urbe y preguntarse si Xi posee el monopolio de la sabiduría.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022