Si los CEO son los monarcas del mundo corporativo, los bien remunerados planteles que envían a supervisar operaciones alrededor del planeta son sus embajadores. En la era dorada de la globalización, contar con un ejecutivo occidental en un distante mercado emergente era señal de que esa plaza era tomada en serio. Sin embargo, ese modelo comenzó a parecer pasado de moda antes de que el covid-19 convirtiese en miserables los viajes al exterior.
Y ahora que Zoom y el teletrabajo se han convertido en la norma, ¿vale la pena tener emisarios por todo el mundo? Alrededor de 280 millones de personas viven en un país distinto del suyo, generalmente por motivos laborales. Muchos trabajan en la construcción en el golfo Pérsico o cuidan mocosos en Manhattan. Pero los más mimados son los expatriados de alto vuelo.
Dado que es necesario resaltarlo, su elevado estatus es afianzado con una asignación para gastos de vivienda, pensiones escolares para la prole, viajes anuales a casa y un robusto aumento de sueldo. Algunos se han convertido en viajantes perennes y han edificado sus carreras trasladándose de Bombay a Abu Dabi y de allí a Lagos (Nigeria).
En años recientes, la razón de ser de los expatriados empresariales empezó a verse anticuada. Mudar personal a los confines de la Tierra tenía sentido cuando era complicado encontrar empleados con mentalidad global (y dominio del inglés) en esos lugares. Pero la globalización hizo su magia.
Si un banco de inversión en Shanghái quiere contratar un brillante analista con un MBA de una escuela de negocios de primer nivel, cuenta con abundantes candidatos locales para escoger. Estos profesionales le costarán una fracción de lo que hubiese necesitado presupuestar para reubicar a uno de la casa matriz –y ya hablan el idioma–. Además, enviar ejecutivos al exterior se ha estado haciendo más difícil.
En décadas pasadas, un sumiso cónyuge asumía la responsabilidad de mantener en funcionamiento el hogar en lugares lejanos. En la actualidad, es más probable que ella (todavía tiende a ser el caso mayoritario) tenga objeciones respecto al impacto en su propia carrera profesional. Según una encuesta de Boston Consulting Group, en el 2018, 57% de trabajadores a nivel global están dispuestos a mudarse a otro país para laborar; el 2014 eran el 64%.
El porcentaje se redujo a 50% con la pandemia. Muchos sitios preferidos por expatriados, como Dubái, Hong Kong y Singapur, aplicaron confinamientos más flexibles que Estados Unidos o Europa. Pero con frecuencia, eso significó fuertes restricciones para viajar al y desde el extranjero, o la imposición de prolongadas cuarentenas para quienes retornaban.
La posibilidad de visitar a la familia en Navidad o de un fin de semana en Bali, forma parte de lo que hace atractivo ganarse la vida en Singapur, aunque cuando esa perspectiva desaparece, la disyuntiva entre carrera y vida personal comienza a verse incómodamente distinta. Muchos extranjeros que antes eran tratados como la realeza se sintieron ciudadanos de segunda clase.
Algunos dudaron dejar el país al que fueron asignados por temor a no poder regresar. Otros tuvieron que esperar más que los residentes oriundos para ser vacunados. Aparte, dado que Hong Kong –otrora el hogar espiritual de la expatriación laboral– ha caído dentro del ámbito de China, los occidentales que viven allí han comenzado a ser vistos como un vestigio del pasado colonial.
Esto dice mucho de un cambio económico que ha reducido la necesidad de tener expatriados. Antes, ellos solían ser quienes facilitaban el acceso a capital y know-how foráneo, habitualmente de fuentes occidentales. Hoy, el dinero abunda y las oportunidades más interesantes son mercados emergentes que hacen negocios con otros mercados emergentes, en particular en Asia. No se requiere que un occidental muestre cómo hacerlo. El mundo que ellos conocen ya no es tan relevante.
Sin embargo, no solo hay que tener en cuenta que los expatriados son caros (como puede atestiguar este columnista, que es corresponsal extranjero). Las empresas tienen culturas y procesos que son forjados en sus casas matrices, y cuyos enviados pueden diseminar. A su turno, estos empleados absorberán nuevas formas de hacer las cosas que pueden transferirse a otros aspectos del negocio.
Tener un forastero en la estructura organizacional de una subsidiaria lejana puede garantizar que no se están cometiendo irregularidades. No obstante, los CEO ahorradores podrían considerar si una llamada vía Zoom haría lo mismo por una fracción del costo –sobre todo si los empleados en el exterior van a trabajar ocasionalmente desde casa–.
Hoy en día, la manera más segura de demostrar estar comprometido con un mercado no es exportando talento de alto nivel sino nutrirlo localmente. Muchas empresas que orgullosamente enviaban expatriados, ahora se jactan de designar jefes locales en cada país donde operan. No se trata de una reversión, sino más bien de una reafirmación de la globalización.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021