“¿Cuándo le nació conciencia a Walmart?”, se preguntaba el año pasado un titular del Boston Globe. Esto habría hecho revolverse en su tumba a Milton Friedman, quien hace 50 años publicó un ensayo en la edición dominical de The New York Times que desde el primer párrafo buscó hacer trizas toda noción de que las empresas deberían tener responsabilidades sociales. ¿Empleo, discriminación, contaminación? Meras “muletillas”, declaró el ganador del premio Nobel.
La única responsabilidad de los gerentes, sostuvo, es para con los dueños de la empresa, cuyos deseos “generalmente, serán hacer todo el dinero posible, adecuándose a las reglas básicas de la sociedad”. Es difícil encontrar un mejor ejemplo de ese planteamiento que Walmart, que empezó a listar en bolsa el año en que se publicó el artículo y construyó una reputación de precios bajos y maltrato a su personal y proveedores.
Sus accionistas ganaron como bandoleros. Desde inicios de los 70, el precio de su acción subió más de 2,000 veces, frente a las 31 del índice S&P 500. Pero en años recientes, la compañía se ha ablandado. Ahora, defiende las energías verdes y los derechos LGBT. El elogio del Boston Globe apareció poco después de que su CEO, Doug McMillon, reaccionó a una serie de tiroteos masivos en tiendas de la cadena eliminando la venta de ciertas municiones y haciendo lobby ante el Gobierno por un mayor control de armas.
Este año se convirtió en presidente de Business Roundtable, asociación de líderes empresariales estadounidenses que declaran su deseo de abandonar la doctrina de Friedman y orientarse a clientes, empleados y otros. En un país sumido en conflictos de género, raciales y de inequidad, ese “stakeholderismo” está en auge.
También hay contraargumentos: para celebrar el medio siglo del ensayo de Friedman, su alma máter, la Universidad de Chicago, realizó un foro online en el que defensores del credo advirtieron que dar demasiada libertad a los CEO empeora las cosas para los accionistas. Puntualizaron que el meollo del asunto es la casi imposibilidad de balancear los intereses divergentes de los stakeholders de manera que no otorgue poderes divinos a los ejecutivos. Algunos proporcionaron data para respaldar sus argumentos.
Marcus Painter, de la Universidad de Saint Louis, usó data de smartphones para analizar el tráfico de personas en Walmart antes y después de prohibir la venta de municiones y halló que las visitas mensuales en distritos republicanos cayó hasta 10%, mientras que en áreas demócratas subió 3.4%. Es posible que la actitud de la cadena le haya ayudado a obtener nuevos clientes (quizás más pudientes) y quizás fue positiva para sus ventas y sus accionistas.
Pero también mostró que en medio de una política crecientemente polarizada, lo que es bueno para unos stakeholders puede ser anatema para otros. Ya sea Hobby Lobby, cadena cristiana de tiendas en Oklahoma que niega seguro contraceptivo a su personal, o Nike, que apoya las protestas de jugadores de fútbol americano contra la brutalidad policial, unos stakeholders objetarán lo que se hace para otros.
Hay disyuntivas más cotidianas. Un empleado-accionista de General Motors podría preferir mejores sueldos en lugar de ganancias más altas; un dólar gastado en control de polución podría ser uno dejado de gastar en capacitación laboral. Sopesar los costos y beneficios de diferentes grupos está plagado de dificultades. Algunos CEO aseguran que pueden hacerlo, ávidos de ganar encomio público y serenar a políticos.
Pero son administradores insinceros, según Lucian Bebchuk, Kobi Kastiel y Roberto Tallarita, de la Escuela de Derecho de Harvard. Su análisis, en más de 30 estados, de estatutos que otorgan a los CEO el derecho de considerar intereses de stakeholders al evaluar la venta de sus empresas, es sombrío. Entre el 2000 y el 2019, los CEO no negociaron ninguna restricción a la libertad del comprador de despedir empleados en 95% de las ventas de empresas listadas a grupos de capital de riesgo.
Esa hipocresía es común. Según Aneesh Raghunandan, de la Escuela de Economía de Londres, y Shiva Rajgopal, de la Escuela de Negocios de Columbia, muchas de las 183 empresas de Business Roundtable no practican lo que predican. Por ejemplo, han cometido más violaciones de estándares ambientales y laborales que sus pares, y gastaron más en lobby. En tanto, Bebchuk y sus colegas argumentan que el stakeholderismo podría empeorar las cosas si al alentar al Gobierno a otorgar libertad regulatoria a los ejecutivos, obstaculiza medidas como reforma tributaria, regulación antimonopolio o impuestos al carbono.
Las disyuntivas son parte inevitable del capitalismo del stakeholder; por ejemplo, entre accionistas de corto y largo plazo. Pero los stakeholders superan en número a los accionistas. Por su parte, al invertir en fondos ligados a valores corporativos, o al influenciar en directorios, los accionistas pueden mostrar que sus objetivos van más allá de la maximización de utilidades.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2020