Escuela de Gestión Pública de la UP
La percepción ciudadana sobre la ineficiencia del gasto público es prácticamente generalizada. La mala gestión de los recursos en muchos casos está matizada por una corrupción enquistada en las instituciones públicas por muchos años (o décadas) y hoy por hoy, la confianza ciudadana en las instituciones es resignadamente pesimista. De acuerdo con el INEI, el 60% de la población considera que el principal problema del país es la corrupción; y datos de Proética señalan que en el 2019 el 73% tenía la percepción de que la corrupción había aumentado durante los 5 años anteriores, y el 80% creía que el problema se iba a mantener o iba a empeorar.
¿Cuál es el verdadero costo de la corrupción? De acuerdo con el último informe de la Contraloría General de la República (CGR), el costo de la corrupción en el 2020 es de aproximadamente S/22 mil millones; si bien es un monto que hace que nos pique el ojo, lo que representa en términos de los beneficios que se dejan de percibir, nos hinca el hígado. A manera de ejemplo: si asumimos patrones similares a los calculados por la CGR en los años anteriores, podríamos aseverar que el equivalente de los fondos desviados en los últimos 5 años, superaría el valor de toda la cartera de proyectos del Plan Nacional de Infraestructura para la Competitividad PNIC, que se calcula en aproximadamente S/100 mil millones; o visto de otra forma, la corrupción del último quinquenio superaría el valor del total de las brechas de infraestructura de los sectores salud, educación y riego.
El costo de oportunidad es indudablemente alto, y es aún mayor si consideramos que la corrupción se presenta con mayor gravedad en aquellas regiones y localidades con mayores brechas y necesidades. Solo para los departamentos de Huancavelica, Apurímac y Ucayali, donde más de la tercera parte de la población está en situación de pobreza, el cálculo del perjuicio económico supera la quinta parte del presupuesto asignado a los Gobiernos Regionales y Locales en el 2020. Sumado a ello, la corrupción arrastra muchos otros efectos inmensurables, asociados a la pérdida de eficiencia de los mercados, altos niveles de desigualdad, bajo nivel de vida de la población, y la creciente desconfianza ciudadana que, según modelos de economía pública, tiene una relación directa con la disposición a pagar tributos (relación que es aún mayor en países donde los sistemas tributarios tienen poca fuerza de coacción).
El primer y el gran paso para abordar el problema, es reconocerlo. Reconocer la naturaleza metastásica de la corrupción, que nuestros sistemas tienen forados que permiten, no solo fuertes sobrecostos en grandes obras y proyectos, sino también el desvío de fondos en las compras locales de alcohol y mascarillas. No hacerlo, y seguir vendiendo la lucha contra la corrupción como la lucha contra unas cuantas mafias, significa negar la necesidad de diseñar e implementar herramientas efectivas para su control.